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Eduardo Jordà

Palabras ingratas

Uno de los últimos relatos que escribió Paul Bowles en Tánger, a mediados de los años 80, cuando ya era muy mayor, se llamaba Palabras ingratas (o quizá extemporáneas, o inoportunas: al traductor, Rodrigo Rey Rosa, le costó encontrar un término adecuado para " unwelcome", y lo discutimos durante muchas horas en su apartamento de Tánger sin hallar una solución satisfactoria). El caso es que esa historia contenía una reflexión muy pesimista sobre nuestra civilización, a la que Bowles consideraba "en una fase terminal de desintegración y destrucción". Pero lo peor de todo venía cuando Bowles, en un gesto de pesimismo glacial -que para él era una especie de dandismo intelectual-, hacía su recomendación personal para resolver los males de este mundo: "Una muerte súbita en un incendio supondría una liberación para el horror de la vida: lo mejor de todo sería una eutanasia universal".

Recuerdo que leí aquellas palabras, en Tánger, con un escalofrío de horror. ¿Una eutanasia universal? ¿Una muerte súbita? ¿Un fuego destructor? Yo admiraba los relatos de Bowles, pero aquello me pareció un poco outré (o exagerado), por decirlo como se decía entre los círculos intelectuales más exquisitos. Es cierto que Bowles escribió aquel relato en circunstancias muy poco favorables: vivía solo en Tánger, casi sin amigos ni conocidos -sólo Rodrigo Rey Rosa iba a verlo cada día, igual que Cherie Nuttig, su vecina del piso de abajo-, cada vez más aislado de un mundo que no entendía ni tenía ningún deseo de entender. Tal como contaba en el relato, alrededor de su casa -en el inmueble Itesa de la plaza San Francisco- estaban construyendo edificios de lujo que le parecían "tan feos como viejas máquinas de discos". En aquella época, alguien -nunca se supo quién- le había robado el dinero que guardaba en una caja fuerte. Y por lo demás, Bowles se pasaba la vida quejándose de todo: de los altos precios de los comestibles en Marruecos, de los elevados impuestos que tenía que pagar en América, de lo cara que era la leña para su chimenea (que tenía encendida casi todo el año: Bowles era muy friolero), de lo ruidosos que eran sus vecinos, de lo mal que iban las cosas durante el Ramadán... Pero aun así, aquel pesimismo nihilista parecía demasiado extemporáneo, o quizá demasiado ingrato, por decirlo con las propias palabras de Bowles. ¿En verdad que no había nada que valiera la pena en este mundo? ¿No había ni un solo vestigio de belleza ni de esperanza ni de amor por el que valiera la pena luchar?

En cierta forma, la actitud de Bowles me recordó la de otros intelectuales - George Orwell, Graham Greene- que en vísperas de la Segunda Guerra Mundial, a finales de los años 30, reclamaban la irrupción del fuego exterminador de las bombas para purificar una civilización caduca y corrupta (algo, por cierto, que ninguna mujer hubiera reclamado jamás). Pero lo bueno del caso es que las bombas llegaron, y arrasaron ciudades y mataron a millones de personas -personas que no tenían ningún deseo de morir y que no se quejaban y que tenían esperanzas y tenían fe en la vida-, y a pesar de toda esta destrucción inútil, la civilización siguió siendo tan caduca y corrupta como había sido siempre. Pero por alguna razón que se me escapa, este pesimismo flamígero que reclama una especie de eutanasia universal para solventar los problemas del mundo -y que no es más que un pesimismo egocéntrico y antihumano- sigue gozando de gran prestigio entre nosotros. Y ahora mismo, hay una corriente muy extendida de pensamiento que defiende la necesidad de no tener hijos porque el mundo ya tiene demasiados habitantes, y según estos nuevos nihilistas, traer hijos al mundo -un mundo corrupto y superpoblado y contaminado y enfermo- no es sólo una irresponsabilidad sino también un crimen. El peor de los crímenes. Antinatalistas, se llaman.

El otro día leí una entrevista que me dejó de piedra. Una chica joven -no tenía aún los treinta años- anunciaba su intención de no tener hijos porque el mundo le parecía un lugar horrible para vivir. Un lugar feo, corrupto, desigual, contaminado e injusto. Un lugar lleno de gente innecesaria. Un lugar que no se merecía un destino mejor. Imaginé al viejo Bowles -que murió hace ya casi veinte años- leyendo con placer estas palabras que parecían surgir de su propio relato. Y sobre todo, cuando vemos cada día cientos de argumentos parecidos entre veganos y entre animalistas que adoptan perros y gatitos y los cuidan como si fueran sus propios hijos, pero odian o desprecian a sus congéneres humanos, que les parecen molestos y ruidosos y violentos. Y quizá, en el fondo, todos sueñan también con ese fuego purificador que destruya para siempre este viejo mundo sucio y contaminado y podrido.

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