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Daniel Capó

El chivo expiatorio

Todo conflicto se alimenta de un discurso maniqueo que permite trazar una clara frontera entre buenos y malos. En términos girardianos, hablaríamos de la creación de un chivo expiatorio sobre el cual cargar todo el peso de la culpa. Esa marca define límites, rompe consensos, destruye mitos. Con sus matices, este relato de configuración del enemigo forma parte indisociable del procés. Por un lado, la paz y la democracia auténtica; por otro, los rasgos sectarios y corruptos de un Estado fracasado que tiende al autoritarismo. En el origen de los males se encuentra, o bien el pecado original de la Transición -según esta teoría, nuestra democracia habría sido tutelada desde el principio por el posfranquismo-, o bien el giro españolista de José María Aznar, a quien se tilda de líder autoritario y nacionalista. La primera de las teorías halla su acomodo especialmente entre los movimientos populistas de izquierdas, que caen en el error, ya advertido por el viejo maestro institucionista José Castillejo al poco de estallar la Guerra Mundial, de que el fracaso de la República española "[pudo] atribuirse a la aceptación de la revolución como método político normal". El segundo de los relatos maniqueos lo rubrica el catalanismo moderado, el cual necesita reescribir la historia democrática de nuestro país para ocultar sus propios errores políticos que les han conducido a la aplicación del artículo 155 y a la consiguiente intervención de la Generalitat. Para los partidarios de esta teoría, el consenso entre las dos Españas habría sido posible hasta que Aznar demonizó a los nacionalismos periféricos e inició una indisimulada recentralización del Estado. Capitaneado por los intelectuales orgánicos del centralismo en el País Vasco - Jon Juaristi y Fernando Savater, entre otros-, Madrid se lanzó a una abierta ofensiva contra la ETA, que muy pronto daría paso a una deslegitimación abierta de cualquier nacionalismo moderado, al que se acusaba de ofrecer algún tipo de cobertura ideológica al terrorismo. Dos variantes, en definitiva, de un supuesto mal español: a largo plazo, la Constitución; más a corto, los años nefastos del aznarismo.

Por supuesto, el aznarismo tuvo muchos errores. En aquellos años, sobre todo durante la segunda legislatura, empezó a hincharse la burbuja de la corrupción económica que estallaría después. La ambiciosa política exterior del presidente del gobierno terminó conduciendo al país a la irrelevancia europea, debido también a la guerra de Irak y al seguidismo de las posiciones de Bush que, con el tiempo, demostraron basarse en mentiras. Fueron los años de las protestas callejeras y de las grandes manifestaciones contra la guerra. Fueron unos años también en los que Aznar sucumbió a la fantasmagoría de su propio éxito, a la vez que la prensa anglosajona saludaba a España como el nuevo tigre económico del Mediterráneo. Hubo abundantes claroscuros en el aznarismo y haríamos mal en plantear una lectura meramente negativa -o, por el contrario, hagiográfica- del presidente popular. Pero, si nos ceñimos al caso catalán, la figura de Aznar dista de ser el monstruo que presuponen algunas de las lecturas actuales del procés.

Porque cabe la posibilidad de que Aznar fuera, en efecto, un nacionalista español: pero, en este caso, fue el raro ejemplo de nacionalista que intentó consolidar con el ministro Josep Piqué el Partido Popular más catalanista de su historia. Y fue Aznar el presidente que ofreció entrar una y otra vez a CiU en el gobierno para compartir la responsabilidad del futuro del país. Y fue Aznar -como reconoció hace años Jordi Pujol- un hombre que cumplió con los pactos establecidos con los nacionalistas catalanes y que, por tanto, transfirió un alud de competencias (entre ellas, la educación no universitaria y la sanidad) a las autonomías. Y fue, por último, Aznar quien alejó del partido a los políticos menos proclives al catalanismo, aunque aquí obedeciese a una exigencia de Pujol en los famosos pactos del Majestic. Y, por eso mismo, al querer levantar un relato de buenos y malos, conviene contar la historia completa para comprobar que nada es tan blanco ni tan negro.

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