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Marga Vives

Por cuenta propia

Marga Vives

¿Le gusta conducir?

Un accidente convirtió la semana pasada la Vía de Cintura en una ratonera. Pese a que en este caso el siniestro era lo suficientemente aparatoso como para impedir el tráfico fluido durante un buen rato, la realidad es que algunas vías tienden a colapsarse con excesiva facilidad y la mala noticia es que en abril todavía no podemos echarle la culpa al turismo. Veo pocos veraneantes en chanclas y mangas de camiseta cada mañana a eso de las nueve camino del colegio. Tampoco frecuentan las entradas y salidas de los polígonos industriales a las seis de la tarde. Y sin embargo, quienes hacemos estos recorridos a diario sabemos que el caos forma parte de la hoja de ruta. Son Rapinya, por ejemplo, se convierte en un tremendo hervidero de almas cociéndose al volante convocadas por la casi media docena de centros escolares diseminados en un radio de poco más de un kilómetro. Recorrer esta distancia de cabo a rabo en hora punta si hay prisa de por medio es poco menos que temerario. Nos sigue gustando demasiado usar el coche y habría que preguntarse por qué, ya que conducir en Mallorca se ha convertido en la mayoría de los casos en una actividad latosa y de altísimo riesgo para todos.

En 2016 Palma registraba la tasa más baja de coches del último cuarto de siglo; 6 por cada 10 habitantes. Aun así se consideró que la proporción seguía siendo demasiado elevada, pero el parque automovilístico de las islas no ha dejado de crecer desde entonces y hace un año superó por primera vez el millón de vehículos. Solo en Ciutat hay 326.448 automóviles, que son 94.287 más que en 1997, a pesar de que la población apenas supera los 400.000 habitantes. Hay varios aspectos que deberían analizarse en relación a este fenómeno. El primero es el de los hábitos. Más del 60% de los españoles opta por coger el coche por comodidad. Eso a veces quiere decir que nos hemos acostumbrado a salir antes de casa para pasar media hora más en un embotellamiento de lo que tardaríamos si hiciéramos el mismo trayecto a pie. Además nuestra costumbre de compartir transporte privado con otras personas que realizan la misma ruta es todavía muy pobre. Las restricciones al tráfico en determinadas zonas son una buena medida, mal que pese a quienes consideran que peatonalizar una ciudad condena a su comercio a la ruina.

La convivencia entre los distintos modos de circular y de conducir es otro factor a tener en cuenta. En el núcleo de las ciudades, especialmente en la capital, se han fomentado buenas medidas para facilitar esa coexistencia y los carriles bici no son ya un hecho aislado, a pesar de que se han cometido algunos "errores de novato", por usar la misma expresión que quien los cometió, como el de retirar a los aledaños la vía preferente para ciclistas de las Avenidas durante la pasada legislatura. Pero esa convivencia, mejor o peor resuelta en los cascos urbanos según los casos, todavía plantea serios problemas en las vías interurbanas, sobre todo desde que la práctica de actividades como el ciclismo empieza a ser masiva e incluso se explota como reclamo turístico. En la ciudad queda muy claro que el futuro pasa por poner trabas al coche, pero ¿debe restringirse su circulación en las carreteras?

Esto nos lleva a la tercera cuestión, que es la de la seguridad. Un asunto poliédrico, porque por una parte implica la responsabilidad de los conductores, pero también una mayor supervisión por parte de las autoridades, puesto que, como hemos sabido estos días, los controles detectaron el año pasado más de 5.400 personas que conducían con sus facultades mermadas por el alcohol o las drogas y eso es siempre demasiada gente haciéndolo terriblemente mal. En cuanto a la responsabilidad del automovilista sensato, esta consiste básicamente en respetar las distancias y las normas de circulación y también en ser consciente de la fragilidad de otros transeúntes con los que cohabita. Es una cuestión de sentido común, pero además de paciencia, porque las carreteras no están, en general, preparadas para acoger semejante avalancha de pelotones de ciclistas como la que se viene experimentando.

Es un contrasentido que construyamos vías rápidas para descongestionar el tráfico en otras áreas y acabemos por bloquear también estas arterias, como también lo es que las carreteras dejen de servir con un mínimo de fluidez al fin para el cual fueron concebidas, que es el del transporte y la comunicación eficaz entre distintas áreas de población. Hay que potenciar los medios públicos colectivos, pero no basta. La solución no puede depender únicamente de que se produzca ese cambio de voluntad ciudadana; se debe legislar, planificar, proyectar y ejecutar las medidas necesarias para que ese cambio de dinámica se produzca y sea viable y, al mismo tiempo, permita el uso de las infraestructuras a aquellos a quienes están destinadas. Por eso es difícil comprender que se aparquen determinadas decisiones como las que afectan a los macroproyectos, como parece que ha hecho el equipo de gobierno del Consell de Mallorca, por miedo a su posible factura electoral. No es posible consolidar ningún modelo sin despejar qué se hará con aquello que suscita menos consenso. La política requiere valentía en los grandes envites, porque lo accesorio, todo lo que no es excepcional, ya vendrá cualquiera a resolverlo.

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