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Hablar en otra lengua

Hace ya unos años me atreví a escribir unas letrillas en apoyo de los músicos de nuestra Sinfónica, pues peligraba su continuidad por aquello de los dineros públicos; finalmente nuestra orquesta se salvo del ataque de la economía; ahora parece que se condiciona su eficacia y eficiencia musical al asunto de un concreto nivel lingüístico de sus futuros integrantes. Ustedes habrán asistido en alguna ocasión a un concierto de nuestra Sinfónica, y seguro que no les ha preocupado lo más mínimo en qué idioma habla el concertino o que lengua se utiliza para los ensayos por parte del director, porque a ustedes solo les ocupa si lo que suena en sus oídos les gusta más o menos; y es que ustedes, seguramente, padecen un caso agudo de sentido común, patología a la que, por lo que se ve, son inmunes nuestros políticos.

En el asunto de los empleados públicos de la sanidad, la excusa para una exigencia de un concreto nivel de conocimiento de una de las dos lenguas oficiales era que los ciudadanos tenían derecho, no tanto a la salud, sino a que le digan que se tiene que intervenir de hemorroides o que tiene que acudir al otorrino, en catalán; pero esto de exigir una determinada lengua a los músicos, que le hablan a sus "clientes" en el solo idioma oficial que la interpretación musical requiere y que se concentra en la plasmación instrumental de lo que está escrito entre esas cinco líneas del pentagrama, es de un absurdo que solo se da en este mundillo de lo políticamente correcto y que no tiene nada que ver con la lógica ciudadana y mucho menos con la musical.

Así las cosas habría que considerar que para los inventores del asunto, ni Isaac Stern, ni Mstislav Rostropovich, ni Pagannini, ni Pablo Sarasate, ni Ernesto Lecuona, ni Ann Sofie Mutter, ni las hermanas Labeque, ni tutti quanti, serían dignos de obtener plaza de músico en nuestra Sinfónica, si llegan a descargar esos nubarrones lingüísticos que tal parece se están fraguando por los que ahora mandan, porque ninguno de ellos tenía o tiene la más mínima idea de catalán, ni falta que les hacía y que les hace; y es que el lenguaje de los músicos no conoce de oficialidades lingüísticas, ésta en la excelencia de su profesión, en los sentimientos, en las sensaciones y aquellos y estos no se rigen por decretos o reglamentos sino que se esconden tras esos garabatos multiformes que pueblan las partituras que los avezados entendedores de su significado transmutan para los demás en disfrutes musicales que nos embargan.

Con esas premisas, ni tan siquiera el fundador de la Sinfónica de Palma, el maestro Eaktay Ahn, podría acudir con garantías a la solicitud de una plaza de músico en su propia orquesta, pues para valorar sus estudios musicales en Filadelfia, en la Academia Franz Liszt de Budapest o sus estudios con Richard Strauss, estos deberían haber pasado antes por el tamiz de un determinado nivel de lenguaje.

Vaya por delante que creo que toda persona que decide formar parte de una comunidad, hable ésta en quechua o en urdu, debe afrontar el esfuerzo suficiente para adentrase en los entresijos de la forma que aquellos pobladores tienen de entenderse entre ellos, pues solo a través de la lengua de los pueblos puede uno acercarse a su cultura y es el caso de que todos procuramos cuando vamos a algún otro lugar el chamullar alguna frase o palabra de la lengua del lugar; pero ello no es óbice para considerar igualmente el chirrido que cualquier tipo de imposición me provoca, pues las imposiciones de ordinario generan más rechazo que comprensión.

Y es que las imposiciones pueden ser legales, pero deben ser igualmente adecuadas y sobre todo no caer en el agravio o en la sinrazón. En la Filarmónica berlinesa y también en su igual vienesa en los aciagos años del nazismo sus integrantes solo podían ser arios de abuelos arios, incluso en el conjunto vienes se llego al nivel de que casi el cincuenta por ciento de sus integrantes eran miembros del partido del austríaco Führer, y aquellas orquesta no sonaban mejor entonces que cuando entre su integrante se ubicaban músicos de origen judío, los cuales fueron apartados de sus partituras por no cumplir con otras leyes, también legales aún cuando de escasa justicia, como eran las leyes de Nürenberg de 1935; y es que a los políticos nazis se les escapaba un pequeño detalle, que no es otro que aquel que indica que la musicalidad y el talento aplicado a ella tiene muy poco que ver con la pertenencia a una u otra dependencia racial, política o idiomática.

Déjense pues de zarandajas idiomáticas y absténgase los políticos de indicarles a los músicos el tempo, la cadencia o la armonía con la que tiene que dirigirse a nuestros oídos, para eso ya existen personas adecuadas, preocupadas por el buen hacer de los músicos de la Sinfónica y que no se hallan en los círculos politiqueros; déjenles que se sigan dirigiendo a nosotros en esa su otra lengua de la que tienen nivel más que superior al C2 y que, por demás, dominan, lengua que es perfectamente comprensible para todos, que llega por igual un mallorquín de Campanet como a un alemán de Bad Homburg o a un ciudadano de Yokohama, sin necesidad que estos tengan el nivel a, b o c de ninguna otra lengua; manda pues la cordura y es que si no nos conducimos con una cierta consideración y temple podemos terminar dinamitando los Budas de Babiyan, como hicieron hace años algunos recalcitrantes, pues eso era lo que consideraban aquellos dinamiteros apropiado.

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