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Joan Riera

La comida y la codicia

La memoria del ciudadano es frágil. La de los políticos es maleable. La de los desalmados, inexistente. Recurrir a la hemeroteca resulta tan imprescindible como respirar. En abril de 1981, el niño Jaime Vaquero murió en un hospital madrileño. La afección que provocó el fallecimiento se atribuyó en un principio a la "enfermedad del legionario". En unas semanas, otros seis madrileños fueron víctimas de algo que pasó a llamarse "neumonía atípica". El misterio y el temor se expandían con mayor rapidez que la patología, pese a que Jesús Sancho Rof, ministro de sanidad de la época, aseguró que "el mal lo causa un bichito; es tan pequeño, que si se cae de la mesa, se mata".

Seis semanas después, el pediatra Juan Manuel Tabuenca determinó que el origen de la intoxicación generalizada radicaba en el aceite de colza adulterado. Se vendía a granel en los barrios más pobres de la capital. Siete empresas sin escrúpulos incrementaban sus ganancias con una mezcla tóxica. El balance final dejó más de 300 muertes y 25.000 afectados en una veintena de provincias. Algunos aún sufren horribles secuelas que les han convertido en grandes dependientes de por vida.

Conociendo este negro episodio de la historia de España, sorprende que dos empresas mallorquinas de distribución hayan tenido que ser clausuradas en los dos últimos meses por incumplimientos graves relacionados con la salud. El 23 de febrero, Diario de Mallorca publicó que la empresa Miguel Socías Soler S.L., de Inca, llevaba doce días cerrada después de que un inspector de Salud descubriera que manipulaba "alimentos próximos a caducar, básicamente quesos, patés y fiambres, reconvirtiéndolos en queso rallado o en productos bajo otros formatos, cambiándoles el etiquetado y volviéndolos a comercializar evitando de esta manera las pérdidas que les habría supuesto su eliminación al no ser ya aptos para el consumo humano".

Hace dos semanas, la Policía Nacional irrumpió en la nave industrial del polígono de Marratxí en la que tiene su sede Cárnicas Vicente. Allí encontraron 50 toneladas de productos congelados caducados, algunos desde hace más de tres años, que se distribuían a restaurantes, hoteles y colegios de la isla. Según los investigadores, no se respetaba la cadena de frío, algunas carnes se descongelaban en agua caliente para acelerar el proceso y se añadían vísceras o sangre de cerdo para completar el peso.

Los distribuidores tenían un único objetivo: ganar más dinero. Cuanto más mejor. Codicia, se llama. Afán excesivo de riqueza. Por supuesto, están convencidos de que sus actos resultan inocuos para el bienestar de los consumidores de sus productos. De la misma forma razonaban los empresarios de la colza. Incrementaban los beneficios con un fraude alimentario, rebajando la calidad, pero, creían ellos, sin riesgo para la salud. Se les fue de las manos y las consecuencias fueron gravísimas para miles de ciudadanos.

Estas investigaciones coinciden con el triunfo de los hoteleros mallorquines sobre otro fraude: el de los turistas británicos que denunciaban falsas intoxicaciones alimentarias para cobrar una indemnización. Las pesquisas policiales se han traducido en una caída en picado de las reclamaciones. No es necesario ser un adivino para deducir que esta victoria hubiese sido menos provechosa que la de Pirro, rey de Epiro, sobre los romanos si las prácticas de los empresarios desalmados hubiesen causado una intoxicación letal en alguno de los establecimientos a los que suministraban lácteos o carne.

Ocho años después del primer caso de muerte por culpa de la colza, la Audiencia Nacional condenó a 38 empresarios, aunque solo dos recibieron penas que suponían el ingreso en prisión. Al cabo de otros tres años, el Supremo amplió los castigos. Los condenados se declararon insolventes y no pagaron las indemnizaciones a los perjudicados. Un nuevo proceso declaró la responsabilidad de dos funcionarios y de la Administración. El Estado, todos nosotros, acabó pagando veinte años después más de mil millones de euros. Aunque mucho más caro les costó a las víctimas de los infames vendedores del aceite adulterado hasta convertirlo en asesino.

Ninguna comprensión hacia los empresarios mallorquines encausados. Juegan, sobre todo, con la salud de los consumidores, entre ellos niños que comen en el colegio. Pero también con el prestigio turístico de la isla. Y todo por codicia. "Afán desmedido de lucro", dijeron los jueces de la colza.

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