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Daniel Capó

La humildad democrática

Nunca he sido marxista, pero entiendo que resulta difícil no sentir en algún momento su fascinación. En una época carente de grandes relatos, Marx introdujo una religión sustitutoria plenamente efectiva. En su credo incluía un sentido de la vida, una regla pautada de dogmas, un enemigo claro y un horizonte de utopía que ya no se situaba en el otro mundo, sino precisamente en éste, al alcance de la mano. Como profeta de una nueva religión, se alimentó de un malestar real y cuantificable: el de las masas proletarias que crecían y se hacinaban en torno a las grandes fábricas. Como filósofo de la sospecha, sostuvo que el capitalismo ocultaba en el trabajo una relación de dominio y explotación no muy distinta a la que en la Antigüedad pesaba sobre el esclavo, sólo que más sofisticada. Creía que el capitalismo constituía, no el final del camino de la evolución humana, sino un salto necesario e imprescindible que nos llevaría al socialismo. En cierto sentido, tuvo razón por la vía de la socialdemocracia y la economía de Estado. Su dialéctica de la Historia introdujo el concepto de la "lucha de clases" como motor de transformación social, lo cual equivale a suponer que la violencia -ya sea de alta o de baja intensidad, según los casos- mueve el progreso. Todas las revoluciones contemporáneas se inscriben en este marco.

La democracia liberal se enfrentó al marxismo a partir de la idea del "consenso flexible", en la que terminaría insertándose el socialismo europeo de raíz no totalitaria. Ése fue el caso de la gran corriente socialdemócrata que puso, junto con la Democracia Cristiana, los fundamentos del Estado del bienestar. Como podemos leer en Karl Marx y la reforma social -un librito, que acaba de publicar Página Indómita, del padre de la socialdemocracia Eduard Bernstein-, la misma evolución del capitalismo hizo innecesaria la doctrina de la catástrofe política -¡cuánto peor, mejor!- para acelerar los cambios sociales. Se trata, sin duda, de un ejemplo de la inteligencia liberal, de la que el socialismo democrático se sentirá heredero ya a principios del siglo XX. «De hecho -escribirá Bernstein-, no hay pensamiento liberal que no forme parte del equipaje teórico del socialismo. [...] Para destruir el feudalismo y sus rígidas instituciones corporativas fue necesaria la fuerza. [...] Pero las instituciones liberales de la sociedad moderna difieren de aquellas precisamente en que son flexibles y capaces de cambiar y desarrollarse. No es necesario destruirlas, sino tan sólo profundizar en su desarrollo».

Esta última idea circunscribe la lucha de clases al marco institucional y ejemplifica el auténtico sentido democrático de la humildad. No en vano se podría afirmar que el gran éxito de las democracias de la segunda mitad del siglo XX fue hacer más humildes las ideologías, atenuando los rasgos más dogmáticos de sus distintos credos: socialistas y conservadores se encontraron en la defensa de las políticas públicas del bienestar y en el reconocimiento de las instituciones representativas liberales; el nacionalismo -gran responsable de las guerras europeas -comprendió que el futuro del continente pasaba por la cooperación transfronteriza; las monarquías se hicieron parlamentarias y el republicanismo, más conservador. Esa modestia dubitativa hizo posible el progreso durante décadas, hasta que regresó la impaciencia de la utopía. La socialdemocracia, desorientada tras la caída del Muro, dejó de lado el discurso económico para reformular el marxismo desde una lectura identitaria de la realidad. Ahora ya no es la lucha de clases -modificada y atenuada por la bondad del consenso liberal- lo que impulsa el progreso social, sino el conflicto abierto entre identidades, sobre el cual ya no cabe acuerdo alguno. El resultado es un mundo mucho más fracturado, ciego moralmente y aquejado de una variante victimista del narcisismo: "sólo mi dolor y mis necesidades importan". Y cuando esto sucede, ya no queda espacio para la humildad democrática sino sólo para el peligroso fantasma de la pureza doctrinal.

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