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Antonio Papell

¿Hubo violencia?

La calificación penal del golpe de mano catalán que arrancó de forma ostensible los días 6 y 8 de septiembre de 2017 cuando el Parlamento de Cataluña aprobó, sin sujeción a normas procesales y en clara violación de la legalidad vigente, las leyes descabelladas e inconstitucionales del referéndum y de desconexión depende, como es obvio, de si se considera o no que hubo 'violencia' en el procés. Ya se ha escrito reiteradamente que el art. 472 dice que son reos de rebelión "los que se alzaren violenta y públicamente" para, entre otras hipótesis, "declarar la independencia de una parte del territorio nacional".

Parece evidente que el legislador que redactó aquella norma tenia in mente un suceso militar, un pronunciamiento castrense, una cuartelada. "Alzamiento", según la RAE, equivale a "levantamiento, rebelión". Y "rebelión", según la misma fuente, es "Delito contra el orden público, penado por la ley ordinaria y por la militar, consistente en el levantamiento público y en cierta hostilidad contra los poderes del Estado, con el fin de derrocarlos". Pero con toda evidencia, el término trasciende de su acepción militar, del que podría ser paradigmática la proclamación de la república de Companys en 1934, que acabó en confrontación armada entre los mossos d'esquadra a las órdenes de Pérez Farrás (quien obedecía al presidente de la Generalitat) y la milicia del general Batet, capitán general de Cataluña (a las órdenes del presidente del Gobierno republicano, Lerroux).

En obvio que en el 'procés' capitaneado por Puigdemont no ha habido esta clase de violencia. Pero el historiador Joaquim Coll, en reciente artículo, ha descrito otras modalidades de ¿violencia? que sí se han practicado. En efecto, ha habido intimidación simbólica en la calle: las entidades soberanistas llenaron los espacios públicos de las ciudades de símbolos independentistas de forma masiva y sin duda molesta para quienes no comulgaban con aquel alarde.

Ha habido también violencia institucional. O, si se prefiere, abandono de la obligada neutralidad de toda clase de organismos oficiales pero también de organizaciones culturales, deportivas, etc., muchas de las cuales se plegaron a la presión para evitar conflictos (el caso del Barça es paradigmático: el club se ha convertido en emblema independentista cuando sus seguidores y socios no forman un todo homogéneo).

Ha habido violencia política, no física pero si verbal, en actuaciones parlamentarias como las mencionadas del 6 y el 8 de septiembre, en sesiones en que se violó conscientemente el reglamento y en que la oposición fue humillada y privada de sus derechos.

El propio Coll ha descrito así el modus operandi de los conspiradores: "Los líderes del procés, que en la mayoría de casos eran cargos públicos, desde diputados hasta miembros del Govern, derogaron la Constitución y el Estatuto en el Parlament y para legitimar su propósito secesionista utilizaron la fuerza tumultuaria de las masas que ellos mismos habían convocado en colaboración con las entidades soberanistas para hacer inútil la reacción del Estado. Es verdad que la multitud en la mayoría de casos opuso una resistencia pasiva, pero en otros actuó de forma intimidatoria o violenta contra la autoridad".

Por último, los Mossos d'Esquadra, dirigidos por fanáticos independentistas, no fueron leales a las órdenes recibidas, se negaron a impedir el referéndum del 1 de octubre, e indirectamente pusieron en situación comprometida a las fuerzas de seguridad del Estado, que debían haber tenido un papel subsidiario en la evitación de la consulta, lo que les obligó a utilizar una fuerza desproporcionada porque no estaba previsto que hubieran de enfrentarse a aquellas muchedumbres. Fueron víctimas, en román paladino, de una encerrona. Bien es verdad que el entonces consejero de Interior, Joaquim Forn, declaró, como recuerda Coll, que "si hay buena voluntad y se acepta la nueva realidad, no habrá choque entre policías", por lo que pecaron de credulidad quienes pensaron que, a pesar de todo, la policía autonómica cumpliría con el mandato recibido.

Con toda evidencia, las instituciones autonómicas catalanas, con el apoyo de menos de la mitad de la ciudadanía, ha pretendido imponer unos hechos consumados a la totalidad de los catalanes y de los españoles. Ha habido marrullería, y se ha infringido abierta y conscientemente la ley. Si eso es o no violencia, deberá decidirlo el Tribunal Supremo.

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