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Antonio Papell

El 'procés' en el Liceo

El pasado día 26 se representó en el Gran Teatro del Liceu de Barcelona Andrea Chénier, de Umberto Giordano, una ópera del repertorio clásico que narra una historia de amor ambientada en los convulsos días del terror que se vivió durante la Revolución francesa. La víspera, había sido detenido en Alemania Carles Puigdemont, y el público asistente aplaudió a rabiar los fragmentos de la pieza operística que hacen loa de la libertad y, al término de la representación, una parte del aforo permaneció varios minutos de pie junto a su asiento, lanzando proclamas contra las medidas judiciales adoptadas, e incluso desde los pisos altos se desplegó una gran estelada (lo que demuestra cierta premeditación). Ha explicado Nacho Cardero que lo que pudo parecer espontáneo, es ya una movilización organizada. Los Comités de Defensa de la República (CDR), comparados por el PP con la kale-borroka, han creado sus secciones 'coco-chanel'. Con todo, la diversificación de la protesta es un síntoma.

La fractura social en Cataluña es un hecho que, a estas alturas, no necesita constatación. Dos millones largos de electores han apoyado sistemáticamente opciones soberanistas (el 9-N, el 1-O y en las últimas consultas autonómicas), lo que significa que casi la mitad (aunque menos de la mitad) de la ciudadanía está enfrentada a algo más de la mitad de catalanes que no desean semejante opción.

Esta división casi simétrica es la que agrava el problema hasta casi la insolubilidad: si una de las dos opciones fuera claramente minoritaria, el ímpetu de la mayoritaria sería seguramente irreprimible. Pero no debemos confundirnos con este equilibrio: lo sucedido en el Liceo demuestra que el separatismo es transversal y sugiere que incluso quienes no son independentistas no piensan tolerar que a Cataluña se le falte al respeto.

Por decirlo de otra forma, sería extremadamente peligroso olvidar que el independentismo catalán ha surgido de una sociedad, la catalana, que muy mayoritariamente se ha sentido postergada durante años. La mala financiación de la autonomía, que ha producido resonantes agravios comparativos, y la evidencia de una desconsideración constante de Madrid hacia las aspiraciones y demandas catalanas, fueron el caldo de cultivo en que el catalanismo fue derivando maliciosamente hacia el separatismo. Auxiliado, desde luego, por el afloramiento de su propia corrupción, que precipitó el proceso cuando los Pujol y su entorno se percataron de que la única manera de salvar el tipo de las acusaciones fundadas de corrupción era rompiendo amarras con Madrid.

Si se tiene en cuenta lo anterior, se llegará fácilmente a la conclusión de que el problema de Cataluña no se resolverá sólo desactivando el independentismo beligerante y combativo: hará falta también ofrecer nuevas relaciones políticas al conjunto de los catalanes. Algo que, como es evidente, no pueden hacer los jueces en solitario.

El planteamiento de una nueva política en Cataluña requiere audacia y voluntad de encontrar un terreno común de lealtad y claridad. De momento, los 'gestos' de Madrid pasan por tolerar la pervivencia de un audiovisual público autonómico que es una herramienta perversa y distorsionada de división, demagogia y agresividad que ningún profesional democrático del periodismo puede contemplar sin indignarse. O por admitir una política lingüística radical que no haga la menor concesión al consenso. O por aceptar como natural la manipulación histórica en los textos de la escuela pública. No es esta condescendencia viciada la que permitirá reanudar los vínculos con la zona medular de la ciudadanía sino el establecimiento de unos acuerdos de lealtad y reciprocidad, de transparencia y de cooperación. Los políticos deben, en fin, intentar estar a la altura de los requerimientos.

Para llevar el conflicto al terreno de la política hay que tener coraje e ideas claras. Hay que debatir y estar dispuesto tanto a la firmeza como a la flexibilidad. Y para ello, los constitucionalistas deberían tener un proyecto, unas propuestas, una idea de España. Lo grave es que nada de todo esto aparece bajo el mantón inquietante del malestar social.

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