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Las siete esquinas

Capirotes amarillos

Hay una clase de ideología -la identitaria, la nacional- que ha usurpado el lugar de la religión y ha convertido a sus seguidores en adeptos de una especie de secta.

Las imágenes se difundieron el Viernes Santo pasado. Un centenar de personas, muchas de ellas con capirotes amarillos en la cabeza, se manifestaban por las calles de Tarragona pidiendo la libertad de los "presos políticos" (o mejor dicho, de lo que ellos consideran presos políticos). Al principio pensé que se trataba de un montaje para desacreditar a los independentistas. Alguien había trucado una carnavalada de adolescentes borrachos que se burlaban de las procesiones de Semana Santa. Con PhotoShop es muy fácil colorear los capirotes de amarillo y transformar las túnicas en banderas independentistas. Pero luego resultó que no era ningún montaje, sino una "procesión" organizada en Tarragona y convocada por los Comités de Defensa de la República. Los vídeos que se difundieron no dejaban lugar a dudas. Y en la manifestación no participaban adolescentes gamberros, sino gente de mediana edad, probablemente seria y circunspecta en su vida diaria, muchos de ellos abogados y profesores y funcionarios. Y a lo mejor, quién sabe, hasta psiquiatras.

La vida es muy rara, sobre todo cuando la ideología más fanatizada nos empuja a hacer cosas de las que nos avergonzaríamos si pudiéramos verlas con un mínimo de distancia o de frialdad emocional. Muchos de los participantes en la manifestación se avergonzarían si alguien difundiera por las redes sociales una foto suya en actitud vergonzosa -con el dedo en la nariz, por ejemplo-, pero en plena calle, y ante docenas de periodistas, esas personas se manifestaban de una forma que podía desatar toda clase de burlas y de comentarios ofensivos. Porque manifestarse así -con las velas encendidas y los capirotes amarillos- puede hacer pensar que esas personas no están bien de la cabeza. Se mire como se mire, salir a la calle de esa forma indica alguna clase de desarreglo mental. Pero si un psiquiatra pudiera examinar a esa gente, seguramente dictaminaría que no padece ningún desarreglo mental., y si un psiquiatra pudiera examinarla, seguramente dictaminaría que esa gente no padece ninguna clase de anomalía mental. Y aun así, esa gente no teme hacer el ridículo ni ser calificada de chiflada por cualquier observador mínimamente imparcial. Y además, lo hace con todo el orgullo del mundo.

¿Cómo es posible que ocurran cosas así? Hay que insistir en que esos hechos no están protagonizados por adolescentes hiper-hormonados, sino por gente respetable que se avergonzaría si se hiciera público que no han pagado una multa de tráfico o han dejado de pagar la cuota de la comunidad. Pero entonces, ¿qué les impulsa a disfrazarse, a salir a la calle y a enfrentarse a las miradas burlonas o compasivas de la gente que se cruce con ellos? Se me ocurren algunas razones. La principal, que hay una clase de ideología -la identitaria, la nacional- que ha usurpado el lugar de la religión y ha convertido a sus seguidores en adeptos de una especie de secta. Una secta de fieles que celebra sus liturgias y sus ceremonias multitudinarias y que adora a sus líderes igual que, por ejemplo, los fieles del Palmar de Troya adoraban al papa Clemente o los seguidores de la secta Moon creen que un señor surcoreano llamado Sun Myung Moon es el Tercer Adán y el Padre Verdadero de la Humanidad. Manifestarse a favor de los presos y los exiliados, por tanto, no es más que una liturgia alternativa, una misa multitudinaria, una hermosa congregación de almas gemelas, todas virtuosas, todas convencidas de estar ejerciendo el bien.

Pero influyen más cosas, por supuesto. La primera, esa tendencia actual a convertir cada acto de nuestra vida en una solemne declaración de narcisismo, de modo que si uno sale disfrazado a la calle con un capirote amarillo y una vela encendida, no hay nada ridículo ni absurdo en ese gesto, sino una bella demostración de espíritu de sacrificio y de dedicación a los demás. Y también influye, por supuesto, el sentimiento de identidad y de pertenencia a una comunidad -un sentimiento noble, un sentimiento comprensible-, sobre todo cuando esa comunidad se ve amenazada por la disgregación impuesta por la globalización y por la convivencia con una cultura política más poderosa (en este caso la castellana). Y no hay que olvidar esa extraña creencia actual en que los actos no dejan huellas ni tienen consecuencias, de modo que nadie va a sentir que esa exhibición de capirotes amarillos vaya a tener la más mínima trascendencia en la vida diaria. Y por último, ahí también actúa esa curiosa pulsión masoquista que nos lleva a recrearnos en el papel de víctimas, porque cualquiera que se considere pisoteado y humillado se considera automáticamente con más derechos que cualquier otra persona. Y cuando todas estas causas se juntan y actúan al unísono, nada impide que una persona se ponga un capirote amarillo y se crea -se crea de verdad- un perseguido por la moderna inquisición política que gobierna el mundo. Es así de demencial. Y así de simple.

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