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La suerte de besar

¿Usar y tirar?

Todo va muy rápido y todo es sustituible. Se consumen los momentos, las experiencias y si algo se rompe se cambia. Hay algo placentero en lo contrario. En restaurar y disfrutar de la lentitud

Siento satisfacción cuando alguien elogia alguna de mis prendas de los años 90. Un jersey apretado de punto color ala de mosca, una camiseta con el cuello cedido o unos zapatos con hebilla que usé en varias obras de final de curso para hacer de bruja. A estas alturas del milenio son pocos los que se atreven a loar esas prendas y muchas veces lo hacen bajo la presión de mi entusiasmo. La sensación de perdurabilidad, aunque ésta sea de jerséis mediocres color a la de mosca, es tranquilizadora. A una amiga le sucede algo parecido. En su caso, su placer radica en compartir la cuantía económica. En cuanto alguien le dice que lleva una chaqueta muy chic que le sienta bien, disfruta sorprendiendo a la audiencia con el precio y el lugar donde la compró. Siempre es un outlet que descubrió un día de segundas rebajas y una cuantía que jamás supera los cinco euros. La austeridad también sosiega. El interior de mi coche se desintegra. Parece que conduzco dentro de una jaima, la tela del techo se ha descolgado, el radiocasete solo funciona si le doy un golpe seco y cuando enciendo la calefacción los tubos de ventilación escupen de todo menos aire caliente. Cuando un copiloto me sugiere que lo cambie me entran ganas de dejarlo en la cuneta. Es casi un insulto personal. "Si tienen tanta facilidad para darle la espalda a un coche cuando deja de funcionar como un reloj, ¿qué harán con las personas?", me pregunto.

Todo pasa demasiado rápido y todo puede ser sustituido. Cuando empiezas a hacerte amiga de tu móvil y comprendes cómo actualizar el software, éste se queda obsoleto. A pesar de que la televisión de tu casa funciona perfectamente, no es lo suficientemente moderna como para poder ver las series de Netflix y si no ves Netflix te expones a sufrir el aislamiento social. Es difícil encontrar zapateros o costureros capaces de cambiar una suela o restaurar las costuras de una americana con mimo. A la dermatóloga que visito le citan pacientes cada cuatro minutos y a mi ginecóloga cada siete. En 420 segundos hay que desnudarse, ser exploradas, analizadas y, si es preciso, recetadas. La mía es una heroína porque lo logra sin transmitir sensación de apremio. Si pillas un catarro y decides quedarte en casa para recuperarte con tranquilidad eres una blandengue. Las pastillas que fulminan los síntomas en dos horas existen para que estemos al 100% siempre. Un amigo que ha pasado varios días en Madrid me llama para contarme la experiencia, casi religiosa, de comer en StreetXo. Hizo una cola de hora y pico de pie y, cuando finalmente logró entrar, tuvo que engullir rapidísimo las delicatesen porque muchos otros esperaban ocupar su lugar. "No dan postre para que la gente no se entretenga", me dice. A pesar del ritmo, fue felicísimo. No dudo que degustar una lasaña coreana de wonton y vaca vieja o una costilla de raya con hojas de banana es una experiencia trascendental, pero preferiría hacerlo creando un mínimo vínculo con el lugar.

Stop. Hay cosas que requieren su tiempo e introducir el hábito de reparar las cosas no está de más. Que la cultura de usar y tirar no evite que sepamos disfrutar de lo que nos gusta a pesar de ser una antigualla y démosle el tiempo necesario a cuestiones tan esenciales como comer, amar, hablar, escuchar, recuperarse de un catarro o, simplemente, vivir.

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