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Marga Vives

¿Quién cuida de los que cuidan?

Hay que tener una generosidad infinita para cuidar a alguien. A la gente la puedes escuchar desahogarse y prestarles un hombro (o los dos) para llorar, antes de volver a tus cosas. Les puedes querer hasta el punto de acompañarles frente a situaciones desesperadas o ante un duelo o una enfermedad. Incluso es posible que cedas más que un cachito de tí a alguien en un período determinado de su vida y de la tuya. Pero en el mundo del "primero eres tú", quitarse uno mismo para poner a otro suena a extravagante ingenuidad, hasta en el amor. Con frecuencia, el grado máximo de implicación consiste en desear al prójimo que le vaya estupendamente y confiar íntimamente en que se las apañe sin nosotros. Y sin embargo, lo cierto es que, por suerte para todos, hay personas a las que se les da realmente bien hacerse cargo de las personas. Son los que rescatan inmigrantes en pleno Mediterráneo bajo riesgo de meterse en problemas con la Justicia, o aquellos que no tienen inconveniente en recomponer cuerpos rotos bajo las bombas en un hospital de Siria, o, por ejemplo, los voluntarios que peregrinan hasta la desolación de un campo de refugiados. Estas hazañas, que sin duda merecen el apelativo de heroicas, al menos encuentran un poco de respuesta humana en forma de apoyo, aunque sea virtual.

Y luego está quien cuida a quienes ya no pueden cuidarse más, a los que se han convertido en un estorbo para sí mismos. Hacerse cargo de alguien hasta ese punto requiere cualidades que no todos poseemos; la primera y principal, la abnegación, es decir, la capacidad de renunciar a los propios deseos, pasiones o intereses en favor de otros. Sorprende que esta habilidad sobreviva ahora que los deseos, pasiones o intereses tienen infinitas variaciones y además están a nuestro alcance a bajo coste y esfuerzo. Y sin embargo habitualmente se trata de personas como usted y como yo, a quienes les toca de repente ponerse en la piel de un oficio para el que se requiere tener mucha resistencia a un tipo de soledad que es devastadora.

Porque encargarse de otra persona, de su integridad, de lavarla, alimentarla, trasladarla de un sitio a otro, hacerle compañía, incluso satisfacer sus momentos de ocio es de un altruismo que puede resultar difícil de comprender. Por lo general la filantropía se nutre del excedente, de todo lo que uno declara parcialmente prescindible, ya sea tiempo o dinero. Esto es otra cosa muy distinta; ser cuidador implica ser aspirado al interior de una burbuja que llega a cortar toda la comunicación con el exterior, las relaciones sociales o sentimentales, las clases de yoga, el gimnasio, los viajes, los planes, proyectos profesionales, incluso el resto de la familia. Todo queda pendiente de buscarle un hueco al tiempo a partir de mañana, nunca hoy ni ahora mismo. Eso sucede cuando hay alguien que depende por completo de tí; tu agenda es un almanaque en blanco, sin sucesión de horas ni días, sin festivos ni vacaciones. La supervivencia pura y dura. Y entonces muchos se rompen, o en el mejor de los casos consiguen ir bandeando el agotamiento y la frustración.

Tarde o temprano quienes cuidan en el lugar que tendrían que hacerlo los profesionales sienten un frío desamparo. En España dos de cada 10 mujeres sin un empleo remunerado se hacen cargo de familiares u otras personas con dependencia. El perfil mayoritario del cuidador es el de una mujer de más de 50 años, sin trabajo fuera del hogar y que recibe poca o ninguna ayuda del entorno para desarrollar esta labor. También es cada vez más habitual que parejas mayores de 70 años asuman una carga que requiere una fortaleza física que ya no tienen. En el caso de los hijos con padres dependientes, la situación sobrevenida les obliga a veces a abandonar su empleo para poder atenderlos.

La investigadora del CSIC María Ángeles Durán habla del "cuidatoriado", esa gente "que se levanta a las tres de la mañana a mover a un enfermo para que no le salgan escaras"; un nuevo proletariado sin cobertura legal, ni salario, pero con unas jornadas laborales sin principio ni final y que no tienen ni voz ni censo, porque no hay estadísticas que describan su fenómeno. Son, en palabras de Jesús Rogero, profesor de Sociología de la UAM, "la parte invisible del iceberg del bienestar", un ejército de almas buenas que pagan su generosidad con fatiga, estrés, depresión, achaques físicos y renuncias importantes.

Quizás pocos saben que casi 9 de cada 10 tienen algún problema de salud, profesional o económico. Como Joana, que tuvo que dejar puesto de trabajo hace un año, cuando su madre, ya mayor, enfermó. O como Manel, que, pese a todo describe la experiencia de cuidar de otra persona como algo muy positivo y satisfactorio. Ellos, y otras personas, han impulsado en Mallorca una asociación, "Mans a les mans", que debutará en las próximas semanas, porque saben que hay cuidadores informales, invisibles y silenciosos para la sociedad que necesitan apoyo psicológico para volverse a reconocer individuos que un día renunciaron a su independencia para que a otros no les faltara jamás la dignidad.

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