Diario de Mallorca

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Debo reconocerlo: soy franquista. Supongo que para una parte importante de los que nacieron en los últimos treinta o cuarenta años habrá que explicar qué quiere decir eso porque, más allá de saber que existió un dictador en España que era general y que se llamaba Franco, poco más les sonará de él. Vendrá a ser como si les hiciesen recordar la guerra de Cuba o, ya que estamos, la toma de Granada por parte de los Reyes Católicos.

Ser franquista era una virtud que se inculcaba en los colegios de la década de los años 50 del siglo pasado, que es cuando me ponía yo el babero de escolar. En una asignatura que se llamaba "Formación del espíritu nacional", nos enseñaban con más o menos fortuna cosas como las características de la familia, el municipio y el sindicato (vertical, entonces, y no me entretendré en explicar que es eso). Yo era de lejos quien sacaba las mejores notas de la clase, quizá porque también era de los pocos que se leían el libro de texto. Pero tengo que confesar que me fascinaba la idea de que un espíritu, incluso nacional, pudiera enseñarse, y buscaba entre las páginas dónde quedaría semejante fantasma.

A juzgar por el hecho de que el Tribunal de Orden Público, que juzgaba sobre todo a los vagos y maleantes intelectuales, me procesase, habrá que concluir que el espíritu nacional terminó por escapárseme. Pero, como decía antes, ahora estoy seguro de que tanto entonces como en estos momentos soy un franquista de los peores. Y me ha llevado a esa conclusión el comprobar los efectos colaterales del proceso soberanista catalán. Algunos de los alcaldes más comprometidos con la causa han contratado sesudos informes, no sé si de historiadores o de formadores del nuevo espíritu nacional, que nos abren los ojos. Franquistas no fueron sólo los partidarios de Franco, y ni siquiera los admiradores de las obras hidráulicas „la mayor parte de los pantanos con los que contamos en el país los inauguró el general„ sino otras gentes que vivieron siglos antes de que la guerra civil española tuviese lugar y ejercieron oficios bien alejados de la política. Gentes como Góngora, Quevedo, Lope de Vega y Goya. Cabe aclarar que los historiadores bajo contrato recomiendan que se borre en las villas catalanas toda referencia a tales personajes no porque cuenten con calle o plaza en Madrid sino por su trayectoria escribiendo poemas y obras de teatro o pintando los fusilamientos de quienes se levantaron contra las tropas de Bonaparte (don José). Franquismo puro se llama, al decir del nuevo espíritu soberanista, el ejercicio de tales artes.

Por desgracia yo no sé escribir sonetos como los de Lope ni soy capaz siquiera de esbozar ninguno de los Caprichos de Goya. Pero no sólo me quedo boquiabierto ante semejantes muestras de talento sino que, por eso tan raro que es la naturaleza humana, noto un orgullo injustificado al sentirlos cercanos. Soy franquista. Punto final.

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