La tensión entre el idealismo y la realidad permite entender mejor cómo funciona la democracia. El realismo exige prudencia, moderación, uso de los cauces institucionales establecidos y respeto a las normas. El idealismo, en cambio, empuja a la transformación de las sociedades de acuerdo con un modelo intelectual y moral que considera superior. Un ejemplo lo tenemos con la inmigración incontrolada. Por un lado, resulta difícil no reconocer que éticamente todos deberíamos tener el derecho de poder trabajar y vivir libremente en cualquier país. Por el otro, la aceptación de la realidad implica asumir que, a partir de ciertas magnitudes, ese ideal resulta difícil de implementar y, a menudo, incluso contraproducente. De ahí que un lugar común del pensamiento político sea citar una conocida frase de Voltaire: "Lo óptimo es enemigo de lo bueno".

Un ejemplo de esta tensión no resuelta lo hemos tenido estos días con la dramática explosión de violencia callejera que tuvo lugar en el barrio de Lavapiés, en Madrid, tras la trágica muerte del vendedor ambulante senegalés Mame Mbaye. La dificultad en perfilar una solución ordenada y efectiva a una realidad que desborda con mucho el espacio de las políticas locales resulta meridiana. De acuerdo con un informe elaborado por Cáritas, dos tercios de los vendedores ambulantes ilegales se encuentran en situación irregular, lo que los convierte en potenciales víctimas del abuso de todo tipo de mafias de la falsificación, al tiempo que subraya el riesgo de la exclusión social. La lógica humanitaria nos invita necesariamente a plantear el problema con toda su crudeza, que supera -y con mucho- al marco estricto de las sanciones administrativas y el decomiso de bienes. Pero a la vez, haríamos mal si dejáramos de lado los legítimos derechos de los comerciantes, para los que lógicamente la venta ambulante ilegal supone una injusta competencia desleal, además de la pérdida de derechos que supone para el consumidor la adquisición de productos falsificados, carentes, por tanto, de las imprescindibles garantías que ofrecen las leyes españolas y comunitarias.

Entre la realidad y el idealismo, obviar la cuestión de la venta ambulante ilegal resultaría, como poco, irresponsable. Actualmente, el ayuntamiento de Palma prohíbe esta actividad a través del artículo 80 de la ordenanza de ocupación de la vía pública, aunque tras el acuerdo que alcanzó el equipo de gobierno hace dos semanas, la actividad de venta ambulante pasará a estar regulada a través de otra vía. Las posturas en el propio pacto de izquierdas no son unánimes, ya que mientras el PSOE reclama una regulación más nítida que permita a las partes saber a qué atenerse, los otros dos socios -Més y Podem- abogan por un articulado más laxo. En todo caso, cualquier solución viable pasa por encontrar un vía que regularice la venta ilegal, refuerce las garantías al consumidor e impida la competencia desleal. Y aunque, en última instancia, se trata de una cuestión que excede el campo de las competencias municipales, y requiere de la forzosa participación de las autoridades nacionales y europeas, la proximidad al ciudadano conduce a que el primer paso tenga que ser local. La clase política no debe llamarse a engaño: afrontar el debate siempre será preferible a la fatigosa tentación del escapismo.