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Antonio Papell

Turull no era la solución

El intento atolondrado de investidura de Turull del jueves, que se puso en marcha tras la citación para ayer efectuada por Llarena a todos los investigados por el Procés, y que se frustró porque la CUP es, después de todo, consecuente con sus ideas radicales, perseguía evidentemente interferir en el procedimiento instruido por el Tribunal Supremo. La inviable candidatura de Turull a la presidencia de la Generalitat pretendía otorgar además una mayor resonancia internacional al caso judicial, por más que la opinión pública europea bien informada sabe perfectamente lo que está pasando.

Lo cierto es que no existía una "solución Turull" al desgobierno catalán. El candidato a la presidencia de la Generalitat, que no logró el jueves la investidura, fue reintegrado ayer a prisión por el juez Llarena, quien ha podido alegar con mayor razón el riesgo de fuga tras constatar el "exilio" de Marta Rovira, la número dos de ERC, que ya no acudió ayer a la cita con el juez. De cualquier modo, aunque Turull no hubiera sido enviado de nuevo a prisión ayer, la suspensión de cualquier cargo público le hubiera llegado igualmente en virtud del artículo 384 bis de la Ley de Enjuiciamiento Criminal en cuanto el procesamiento por rebelión hubiera adquirido firmeza. De hecho, ese ruido es lo que en el fondo buscaba el nacionalismo.

Así las cosas, la situación de Cataluña ha regresado al caos. Es obvio que hoy, sábado, no podrá proseguir la sesión de investidura de Turull, y sin embargo ya ha comenzado a correr el plazo de dos meses, pasado el cual, las elecciones autonómicas quedarán convocadas automáticamente. Puede, pues, asegurarse que el conflicto catalán ha adquirido una extraña autonomía con respecto a la política, ya que hoy va de la mano del poder judicial y del marco normativo.

En este plazo de dos meses, cabe la posibilidad de que la mayoría nacionalista busque un candidato apto para presidir el gobierno catalán, pero, si se mantiene la misma lógica perversa y marrullera dictada por Puigdemont desde Bélgica y tolerada por Junqueras desde la cárcel, asistiremos a nuevas provocaciones. Por lo que quizá convendría que el Gobierno de la nación tomara otra vez la iniciativa.

Es evidente que en la gestión del conflicto por parte nacionalista tras la aplicación del artículo 155 ha habido mala fe. Tras celebrarse las elecciones emanadas de la intervención, ganadas por los nacionalistas (lo que demuestra la limpieza del proceso), el soberanismo no ha querido optar por la normalización para proseguir su reivindicación desde dentro del estado de derecho. Se ha obstinado claramente en enmarañar las cosas y en cegar cualquier salida. Ni Puigdemont, ni Jordi Sánchez ni Turull son el futuro de Cataluña. Por lo que parecería legítimo que el Gobierno, el poder ejecutivo del Estado, tomara definitivamente las riendas junto a los jueces e interviniera por unos meses la autonomía, suspendiéndola a efectos políticos. Tal medida excepcional, adoptada también al amparo del artículo 155, requeriría una nueva autorización del Senado, que no sería difícil de obtener.

La justificación es clara: la fuerzas que han ganado las elecciones, a pesar de representar conjuntamente a menos del 50% de los electores, han impedido maliciosamente el retorno a la legalidad. Hay, pues, que dar tiempo a los tribunales para que depuren las responsabilidades mediante sentencias firmes, antes de devolver las instituciones a los partidos ya liberados de sus elementos criminógenos.

Gran parte de la sociedad catalana respiraría con alivio, la economía se reharía y el independentismo tendría que meditar seriamente si persiste en su violencia institucional, en su intención de conseguir por la fuerza lo que la ley le niega. Y en el plazo de unos meses —entre seis y doce— se celebrarían nuevas elecciones. En ese lapso, habría tiempo de madurar las posiciones respectivas, de plantear la posibilidad de una reforma del estatuto de autonomía o de la propia Constitución incluso. Siempre en el bien entendido de que el Estado ya ha dejado claro que no hay vida política fuera del marco constitucional. Esta es la primera regla democrática.

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