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No sabemos nada

Da miedo pensar en la terrible facilidad con que clasificamos los hechos con una etiqueta que siempre se ajuste a nuestros prejuicios ideológicos. Y sobre todo cuando se trata de crímenes terribles sobre los que en realidad no sabemos nada, de modo que lo único prudente sería guardar silencio y compadecer a las víctimas. Pero siempre ocurre justo lo contrario, y cuantos más motivos tenemos para callarnos, más gritamos y más nos empeñamos en buscar una causa que lo explique todo de acuerdo con nuestra forma particular de ver el mundo.

Eso es lo que ocurrió en el caso de Gabriel Ruiz, el niño asesinado en Níjar, cuando las redes sociales se llenaron de insultos y de amenazas contra la presunta autora, a la que acusaban de ser negra e inmigrante -y peor aún, mujer-, como si ese crimen no lo hubiera podido cometer un vecino del pueblo que se hubiera pasado toda su vida en el mismo sitio. Y hace varios días, cuando un hombre mató en Getafe a sus dos hijos -uno de ellos discapacitado-, y luego se suicidó arrojándose al tren (como Ana Karenina), no tardaron en aparecer las voces furibundas que acusaban al hombre de haber cometido un crimen machista por venganza contra su mujer. Y los mismos que habían intentado exculpar a la inmigrante dominicana -culpando del crimen al capitalismo o a la exclusión social- ahora corrían a linchar póstumamente al padre asesino de Getafe. Y al revés, los que habían corrido a insultar y a amenazar a Ana Julia Quezada por ser negra e inmigrante ahora corrían a justificar de alguna manera al padre de Getafe, hablando de depresión y de posibles trastornos psicológicos.

Todas estas reacciones superficiales olvidan que hay cosas que suceden sin que sepamos por qué suceden, porque hay zonas de la psique humana en las que jamás lograremos penetrar. Hay cosas terribles que ocurren, y por mucho que busquemos una razón que las explique, esa razón no existe, y todos deberíamos acostumbrarnos a convivir con esa dolorosa realidad. Pero nos resistimos a hacerlo, y por eso mismo intentamos buscar un síndrome psicológico que explique cómo ha sido posible que un padre que jamás se separaba de sus hijos acabara ahogándolos y quemándolos. Y por la misma razón, buscamos una causa sociológica que explique la conducta de una mujer que asesinó a un niño que no era suyo, y que quizá también asesinara en el pasado a una hija suya arrojándola por la ventana. Esos crímenes nos llenan de tanto temor y de tanta perplejidad que necesitamos buscarles una explicación psicológica y un móvil racional que de algún modo nos los hagan comprensibles, aunque es muy posible que ni los mismos criminales supieran por qué hicieron lo que hicieron.

La psique humana es una "terra incognita" en la que suceden cosas de las que no tenemos ni idea, igual que los ciudadanos de la Edad Media no tenían ni idea de las cosas que ocurrían en la Antártida o en el África Ecuatorial. Y por eso mismo, el primer impulso de los seres humanos al descubrir una tierra ignorada es darle un nombre por el que puedan apropiársela, del mismo modo que el Génesis cuenta que una de las primeras cosas que Jehová le ordenó a Adán fue dar nombre a todas las criaturas de la tierra. Porque darle nombre a algo -ya sea una serpiente o un volcán o un trastorno mental- es el primer paso para dominarlo, o al menos para protegernos de ello si no podemos apropiárnoslo ni controlarlo de forma satisfactoria.

Y ahí es donde aparece nuestra necesidad de etiquetar los crímenes y de buscarles un móvil que los explique y nos los haga tolerables. Fue "un crimen machista", o bien "fue un crimen motivado por el capitalismo", o "un crimen causado por la exclusión social", da igual lo que sea, pero tiene que ser algo que nombre esa realidad que nos resulta innombrable y de alguna manera la domestique y nos la haga aceptable. Insisto en que esta reacción es tan antigua como el hombre, pero el problema de esta actitud es que nos lleva a simplificar las cosas de una forma ridículamente pueril. Una sociedad adulta debería ser capaz de convivir con hechos que escapan a nuestra comprensión porque pertenecen a los abismos que se ocultan en el alma humana. Pero eso sería una actitud adulta, claro está, y no vivimos en una sociedad adulta. Vivimos en una sociedad en la que todo -hasta los hechos más inexplicables- deben estar etiquetados y clasificados como los frascos de un botiquín, para que así podamos escoger el más útil cuando queramos quitarnos el dolor de cabeza. Y siempre, siempre agitándolo muy bien antes de usarlo.

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