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Expresarse con libertad

Casi como las golondrinas cantadas por el bardo Bequer vuelve en estos estertores invernales el tan traído y manoseado derecho a la libertad de expresión. En estos días todo ciudadano y ciudadana (que hay que ser correctos) parece tener en su faltriquera un máster o un doctorado cum laude en eso de poder decir lo que a uno le venga en gana. Curiosamente, no consigo escuchar por parte de ninguno de esos doctos "opinadores/as" ninguna mención a si ese derecho a la individual expresión tiene algún límite o es ancho como los campos de Castilla.

Vaya por delante que es mi consideración que la privación de la libertad, después de la pérdida de la vida, es la mayor desgracia para el ser humano, debiendo ser la primera sopesada con esmero por la administración del Estado antes de recurrir a ella. Dicho lo anterior, y parafraseando al Mahatma, debiéramos recordar que somos los amos de nuestros silencios pero esclavos de nuestras palabras, aún cuando no estoy del todo seguro que, en ocasiones, no seamos igualmente esclavos de los silencios.

Seguro que estarán ustedes de acuerdo conmigo en que la libertad de expresión y el derecho a ejercerla no es en absoluto absoluto, y permítanme la repetición: la libertad de expresarse o la de expresarse libremente no debiera estar reñida con las buenas maneras y aún con el adecuado respeto al destinatario de la crítica. Se puede ser muy corrosivo y muy ácido sin necesidad de caer en el exabrupto y la chabacanería. Y es que una persona normal no va por la calle diciéndole a la gente que se cruza lo que se le ocurre de ellos a través de sus observante y particular manera de ver las cosas. "Me parece usted un indeseable", "le huele a usted la cloaca", "señora, esos pantalones la hacen más gorda", "oiga, póngase una gorra que se le va a enfriar el cartón". "que niño más feo", "que antipático es usted". Lo pensamos pero nos retraemos, nos privamos de decirlo, incluso cuando hay motivos sobrados para pregonar nuestro pensamiento, entre otras razones porque nos pueden partir la cara. A esa manera de comportarse, de apretarse y aún de retorcerse el propio derecho a expresar aquello que uno barrunta se le llama saber convivir en comunidad o simplemente ser tan respetuoso con los demás "taconeantes" del terrestre asfalto como desearíamos que fueran los demás con nuestra propia mochila cargada de defectos.

Percibimos las diferentes maneras de observar el hecho de que dos denominados autores musicales se hallen ante la tesitura de perder su derecho a deambular libremente por frases y palabras vertidas en sus creaciones musicales. Es preocupante que dos personas pierdan la libertad por decir según qué cosas pero no menos preocupante es que se pretenda que uno pueda manifestar lo que le venga en gana sin esperar reproche alguna de los restantes miembros del grupo social dentro del que habita, sobre todo de los individuos que tiene el dudoso honor de ser los destinatarios de las palabras o frases emitidas.

En definitiva, ese es el concepto clave: el reproche y sobre todo cuando debe aquel además tener forma y manera de resolución judicial condenatoria y cuando no. Y aquí nos encontramos con el dilema, la línea que limita, y delimita ese tan cacareado derecho del individuo a decir lo que ronda por su mollera y es que el "cuando si" y el "cuando no" puede cambiar tantas veces como individuos sean preguntados para saber donde colocarían ellos esa etérea frontera entre lo admisible y lo reprobable. Ciertamente es perceptible que cuando se da caña a lo nuestro, sea lo nuestro personas, valores, culturas, etc. Ese linde se establecerá acotando muy mucho el campo de juego del "expresante", pero si lo que se expresa machaca a nuestro otro, a ese distinto, a nuestro adversario, al enemigo, entonces todo el terreno de operaciones del que vierte una opinión que nos resulta agradable a nuestras querencias precisamente porque ataca al/a lo que nosotros no nos atrevemos ni a mentar, deberá ser amplio y despejado.

Eso de establecer lindes iguales para todos es harto sencillo pues existe una forma que, como el algodón, no engaña. Experimenten ustedes, agarren las expresiones que corren por ahí, sean estas musicales o prosaicas, borren de ellas, pongo por ejemplo, identidades de instituciones de todo pelaje, adversarios políticos o puramente los que nos resultan antipáticos, y sustitúyanlos por otros destinatarios distintos, un suponer, homosexuales, mujeres, rubias o no, hombres de baja estofa, negros, magrebíes, sudamericanos, pensadores díscolos y luego relean esas mismas frases y opinen ustedes, con sinceridad, si esas letrillas o frases "mensajeadas", cambiadas en sus destinatarios, conforman también libertad de expresión o son inaceptables.

Me parece que en alguna ocasión anterior he acudido a esa historia, pero en este caso viene al pelo: se cuenta que un noble fue llevado ante el rey por haber causado la muerte a un plebeyo. Al escuchar el de alta alcurnia la condena a muerte pronunciada por el monarca, el noble reo, le dijo: "señor, no podéis condenarme pues soy noble", a lo que el soberano, tras pensárselo un instante le contesto: "Tenéis razón, así pues no os condenaré a vos, al igual que no condenaré a quien os cause la muerte". Pues de esos se trata, de igual modo debe ser entendida la libertad de expresión, ciertamente como un derecho, no exento de paralela obligación, pero un derecho que debemos siempre estar dispuestos, sin rechistar, a ser su sujeto pasivo en manos de otros, cosa nada agradable, en lugar del activo, quehacer en todo momento tan apetitoso.

Y es que el asunto de la libertad de expresión es algo así como el "arte del grafiti": ambos suelen parecer validos, respetables, admisibles y hasta admirados, pero siempre que se ejerzan sobre los muros de los demás nunca sobre los propios. Esos que no me los toquen, ¿verdad?

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