Ya el filósofo Platón observó la extrema dificultad de alcanzar unos criterios precisos que sirvieran para cifrar todo aquello que es justo, bueno y verdadero. ¿Cómo medimos, por ejemplo, la salud de la democracia o las políticas concretas de los gobiernos cuando las ideologías de los ciudadanos discrepan de forma radical, incluso en sus intuiciones más básicas? Podemos calcular el peso de una silla o la longitud de un camino, pero no es posible hacer lo mismo con la supuesta bondad de una política energética o de un determinado modelo educativo. No, al menos, con la misma precisión. De ahí que en la base de la democracia moderna se encuentre el fundamento ilustrado de la razón, el debate enfrentado de ideas y, al fin y al cabo, la bondad intrínseca del consenso. No en vano las verdades públicas en democracia deben lograrse a través de la forja de un pacto generoso que sea lo suficientemente inclusivo, con el objetivo de llegar a un legítimo punto medio aceptable para una amplia mayoría de ciudadanos.

En este sentido, debemos saludar como un éxito del actual gobierno de Cort el consenso alcanzado con los restauradores y los colectivos de vecinos afectados por la nueva ordenanza de terrazas. Un acercamiento que no ha sido sencillo -las posturas estaban de entrada muy enfrentadas- y, aunque no contenta del todo a nadie (las críticas de la asociación proteccionista Arca han sido especialmente duras), el nuevo reglamento va a permitir contener la proliferación descontrolada de terrazas, recuperar espacio para el peatón y, sobre todo, clarificar un poco más la regulación municipal en lo que concierne a la ocupación del espacio público. No debemos olvidar tampoco que se trata de un documento inicial abierto a enmiendas y mejoras y que, como sucede siempre en estos casos, sólo el paso del tiempo, unido a la prueba y el error, terminará por ofrecer una respuesta definitiva a esta cuestión.

Por supuesto, las legítimas dudas planteadas por Arca -que ha tildado la norma de "tomadura de pelo"- y por los partidos de la oposición merecen ser atendidas con rigor. Y cabe preguntarse, por otra parte, hasta qué punto esta nueva regulación responde a los programas electorales con los que los partidos de izquierdas, actualmente en el poder, se presentaron a las elecciones. No olvidemos que fue este equipo quien sugirió en 2015 la conveniencia de plantear una consulta popular que decidiera sobre las terrazas de es Born, "como una muestra más de la nueva forma de hacer política, contando con la opinión de la ciudadanía". Y, si cabe señalar esta contradicción, no es para criticar el éxito del acuerdo alcanzado, sino para subrayar el aparente cambio en el tempo político de los partidos. A medida que se acercan las próximas elecciones, la competencia por el voto lógicamente aumenta, al igual que la tensión entre las distintas formaciones; por lo que los partidos en el gobierno buscan minimizar los focos de conflicto con el electorado. En el fondo, así ha sucedido en estos últimos meses con temas abiertos como la exigencia del catalán en la sanidad, donde el Govern ha dado un paso atrás en relación a su propuesta inicial; o con la zonificación del alquiler turístico -todavía pendiente en el municipio de Palma-, quizá no tan restrictiva como se preveía en un principio. En política, el tempo cuenta especialmente. Y Mallorca no es una excepción.