Diario de Mallorca

Diario de Mallorca

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Sing Sing

Me pregunto cuánta gente que grita pidiendo la cadena perpetua -o la prisión permanente revisable- ha entrado alguna vez en una prisión. Incluso yendo de visita, incluso yendo acompañado por amables psicólogos y funcionarios, la experiencia es muy desagradable. Así, al tuntún, recuerdo algunas cosas: la pintura blanca descascarillada en todas las puertas enrejadas. Las puertas que se iban abriendo y cerrando detrás de ti. El continuo ruido de llaves y de cerrojos. Los largos y angostos pasillos. Las miradas de los presos que se hacían a un lado y agachaban la cara, como si les diera vergüenza que alguien los viera allí dentro. Las conversaciones en voz baja. Los murmullos. Un grito destemplado. Otro. Más murmullos. Un pequeño patio en el que había quince o veinte hombres apoyados contra la pared, inmóviles, inexpresivos, con la cara vuelta hacia el sol. La fila de los presos que esperaban tomar la medicación con un vasito de papel en la mano.

En aquel hospital psiquiátrico penitenciario compartí una charla con dos presos, en un programa de radio organizado por el psicólogo de la prisión. El psicólogo proponía temas intrascendentes para animar la charla. "¿Os gusta leer?", "¿qué tal el partido de fútbol de ayer en la tele?", "¿qué es mejor como comida para pájaros, la lechuga o el alpiste?". Al principio ninguno de los dos presos decía nada. Miraban el micrófono que tenían delante con una expresión vacía, como si no entendieran muy bien qué hacían allí. Luego, cuando empezaron a hablar, lo hicieron con extrema lentitud. Pero al cabo de un rato, uno de ellos empezó a contar una historia larga y embrollada que no tenía ni pies ni cabeza. Y de pronto, en medio de una de aquellas frases que no parecían decir nada, se oyó una palabra que resonó de un modo muy extraño, como si aquel hombre hubiera usado una palabra de un idioma extranjero que él no dominaba bien. La palabra era muy simple: "casa". Pero en boca de aquel hombre, la palabra "casa" parecía muy compleja, muy misteriosa, casi inexplicable, porque formaba parte de un grupo de palabras más misterioso y más inexplicable aún, "mi casa". Al final del programa, el psicólogo me acompañó a la salida de la prisión. Cuando habíamos dejado atrás cinco o seis puertas enrejadas, le pregunté qué había hecho aquel hombre que había hablado de su "casa". El psicólogo contestó muy deprisa (se ve que estaba acostumbrado a contestar aquella pregunta): "Mejor que no sepas lo que hizo. Si lo sabes, no querrás volver a entrar aquí".

¿Alguno de los diputados del Congreso que el jueves debatieron sobre la prisión permanente revisable ha entrado alguna vez en una cárcel? ¿Sabe alguno de ellos con qué lentitud pasa el tiempo allí dentro? ¿Y ha oído a algún preso decir alguna vez "mi casa"? Me temo que no. Porque si hubieran estado alguna vez allá dentro, no hablarían de un tema así con la ligereza y la irresponsabilidad con que todos anteayer lo hicieron. Y no se permitirían todos esos arrebatos histéricos de demagogia y de pésima dramaturgia con que obsequiaron a sus votantes. Porque da la impresión de que todos ellos -desde el PP a Podemos- hablan por boca de ganso, sin tener ni idea de lo que dicen ni de lo que significan sus palabras, un poco como le pasaba a aquel preso del programa de radio que decía "mi casa" sin saber realmente qué diablos significaba aquello. ¿Se estaba refiriendo a la casa en la que vivió cuando era niño? ¿O a la casa en la que alguna vez soñó con ser feliz? ¿O a la casa real donde ocurrieron los hechos que le llevaron a la cárcel? ¿O a la casa que él mismo, quizá, destruyó para siempre, incluyendo tal vez a todas las personas que vivían allí dentro?

Digo esto porque un asunto como la "prisión permanente revisable" -que es la forma engañosa con que la "neolengua" actual define la cadena perpetua- no es un asunto que se pueda debatir a gritos como si estuviéramos en un recreo de segundo de Primaria. La vida de una cárcel es un asunto muy serio y muy doloroso. Y la vida de los que han sufrido el asesinato de una persona querida -o su secuestro y su tortura física y psicológica- es un asunto mucho más serio y más doloroso aún. Comprendo que hemos llegado al grado cero de la política, con diputados que en realidad no son más que pésimos actores que preferirían dedicar todas sus energías el noble arte de tuitear sin parar, como hace ese pobre diablo que encima tiene la mala suerte de llamarse Rufián. Pero un asunto así exige reflexión y prudencia. Y empatía con las víctimas que ya lo han sido y con las posibles víctimas que puedan llegar a serlo en el futuro. Y respeto hacia los votantes que pagan con sus impuestos los sueldos de los diputados. Y sobre todo, exige saber qué se siente al estar allá dentro, tras las puertas enrejadas, en ese extraño lugar donde la palabra más rara del mundo es la palabra "casa".

Compartir el artículo

stats