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Antonio Papell

Gobernar por gobernar

La situación actual del país es paradójica: el Gobierno de Mariano Rajoy, que se formó in extremis el 31 de octubre de 2016 gracias al voto vergonzante de un puñado de diputados socialistas en la investidura presidencial con el argumento de que era necesario poner fin a un periodo de bloqueo e inestabilidad que ya había provocado una repetición de las elecciones generales, está claramente paralizado. Y, sin embargo, todo el mundo huye precipitadamente de la posibilidad de celebrar elecciones antes de tiempo.

Si se considera, como parece razonable, que gobernar es legislar, el balance de esta legislatura es paupérrimo. Durante el primer año se presentaron 151 proposiciones de ley, de las que el Congreso sólo sacó adelante dos leyes (y una de ellas fue la de Presupuestos de 2017) y tiene siete en tramitación. Mientras tanto, el Gobierno ha aprobado 21 decretos-ley, de manera que el Poder Ejecutivo se convierte en el origen de la mayor parte de la actividad legislativa que, como denuncian los grupos de la oposición, está "sistemáticamente bloqueada".

La razón del bloqueo es que las proposiciones de ley que se registran en el Congreso sólo llegan a ser debatidas si cuentan con el visto bueno del Gobierno, que tiene capacidad para vetar las que, en su opinión, supondrían "un aumento de los créditos o una disminución de los ingresos presupuestarios", según dispone el artículo 134 de la Constitución. En este año, el Gobierno ha frenado 43 proposiciones de ley de grupos parlamentarios y asambleas autonómicas (según datos del Portal de Transparencia del Congreso, el Ejecutivo de Zapatero paralizó 27 iniciativas en siete años mientras que el anterior, de Aznar, nunca vetó leyes de la oposición. González bloqueó 22 y los gobiernos de UCD, 23).

En el actual curso político, el Gobierno ni siquiera está consiguiendo aprobar los presupuestos del ejercicio en curso (que en todo caso llegarían tarde, como es obvio), y la enemistad que se profesan entre sí las fuerzas de oposición, a su vez enfrentadas a la minoría gubernamental, imposibilita que se consigan los grandes pactos que están sobre la mesa —el educativo, el de reforma del sistema de pensiones, el de reforma del sistema de financiación autonómica, etc.—, e incluso que se mitiguen los rigores partidistas de algunas leyes excesivas que aprobó el PP con mayoría absoluta en la legislatura anterior (la reforma de la ley de relaciones laborales o la ley de Seguridad Ciudadana, conocida expresivamente como "ley mordaza", están en el alero).

Lo único que justifica en este momento la existencia del gobierno —además de la gestión ordinaria de los asuntos corrientes— es el conflicto catalán, que ha requerido un pronunciamiento excepcional, el recurso al artículo 155 de la Constitución.

En todo lo demás, el proceso político está detenido, por lo que puede decirse que el Ejecutivo sestea y se dedica a gobernar por gobernar. Con la particularidad cuasi cómica ya indicada más arriba: que nadie quiere elecciones anticipadas, por lo que, si el buen sentido no lo remedia, este impasse durará hasta finales de 2020.

Es inocultable que quienes se sienten cómodos en esta tesitura singular no creen en la democracia, ni piensan que la acción política trabaja, o puede trabajar, en beneficio del bienestar de los ciudadanos. Ya no rigen las utopías que fían al Estado paternal el remedio de nuestros males, pero de ahí a negar que mediante la política se puede mejorar la vida de la gente hay un abismo. Y aquí, ni siquiera somos capaces de encarar con la debida diligencia asuntos de tanta gravedad como el de las pensiones, que ya ha generado visible malestar ciudadano y una lógica reclamación de medidas por parte del cuerpo social.

Lo más grave es que en este pantano están naufragando no sólo los "viejos partidos", responsables del antiguo y supuestamente agotado statu quo, sino también los nuevos, que han sido arrastrados al terreno casposo de las inercias autodestructivas. Quizá estemos simplemente pasando una mala racha, pero lo cierto es que muchos ciudadanos empezamos a pensar que nos encontramos realmente al borde del abismo y que la democracia corre serio riesgo de supervivencia.

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