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Antonio Papell

La fractura italiana

El mapa que ilustra la distribución geográfica de los resultados electorales en el territorio de la República Italiana es desolador: el norte rico ha votado mayoritariamente a la coalición de centro-derecha, en tanto el sur todavía pobre y marginal se ha echado mayoritariamente en brazos del populista Movimiento 5 Estrellas (M5S).

Las elecciones han sido ganadas por los conservadores, que han logrado el 37% de los sufragios, una alianza de la Liga Norte, encabezada por Matteo Salvini ( 17,4%); con Forza Italia de Berlusconi (14%); con los ultraderechistas de Fratelli d´Italia (4,3%) y con Noi con l´Italia (1,3%). Quiere decirse que la derecha tradicional representada por Berlusconi ha sido humillada por una organización, la Liga Norte, hoy extendida a toda Italia, que tiene fuertes rasgos populistas y xenófobos. El líder de la derecha italiana es en definitiva amigo de los Le Pen.

A continuación, el M5S ha logrado en solitario el 32,6% de los votos -es el primer partido de Italia-, liderado por Luigi di Maio, de 31 años, un personaje aseado que opina que las elecciones "no han sido ideológicas": su organización, fundada por un cómico sarcástico, se conforma con arrasar lo viejo pero no sabe bien cómo construir lo nuevo. Por último, el centro-izquierda, representado por el Partido Demócrata en manos del polémico y desacreditado Matteo Renzi, se ha tenido que conformar con el 18,7% de los votos. El líder ha dimitido (a medias, como acostumbra), pero estará ahí hasta asegurarse de que su formación no pacta con el M5S. Probablemente no pueda evitarlo, lo que constituiría su postrer fracaso.

En definitiva, la fuerza predominante en Italia es la populista; la derecha está dominada por el neofascismo, que eclipsa a los sectores conservadores tradicionales; y la izquierda socialdemócrata está destruida y representa a menos del 18%. Un aterrador resumen difícil de explicar por los sociólogos políticos pero que se basa en dos elementos: el descrédito de la política tradicional y la irritación de la ciudadanía ante la impericia, la falta de propuestas y la insolvencia de unas organizaciones políticas clásicas anquilosadas, aisladas, en franco e irremisible declive.

En Italia ha habido, en fin, un cambio drástico, cuasi revolucionario, fruto del agotamiento de las viejas fórmulas y tendencias. Y aunque cada país es un mundo, el estallido de lo tradicional, de lo que se mantenía por inercia, ha sucedido también en los demás países de Europa que han ido últimamente a elecciones. Repasemos lo acaecido: en Francia, se han hundido el centro-derecha y el centro-izquierda tradicionales y ha emergido la tercera vía de Macron, que tuvo que confrontarse en segunda vuelta (mayo de 2017) con el populismo de Le Pen, que ha tenido que conformarse con ser la gran oposición al gobierno. En Alemania, el centro-derecha y el centro-izquierda tradicionales, la CDU/CSU (32,9%) y el PSD (20,5%) han sumado juntos poco más del 50% de los votos, y han tenido que reeditar la "gran coalición", lo que entrega el liderazgo de la oposición a la extrema derecha representada por Alternativa para Alemania (AfD), con el 12,6% de los votos. En España, ya lo sabemos, el PP (33,01%) y el PSOE (22,63) consiguieron juntos menos del 56% de los sufragios, cuando mientras se mantuvo el bipartidismo imperfecto rondaban el 80%.

Tras la crisis, la vieja política refluye y se agosta en Europa, como queda de manifiesto a cada paso (el Brexit es también un fracaso del statu quo anterior a la catástrofe). El asunto es complejo porque en esta situación influye el derrumbe de las clases medias a causa de la terciarización y la desindustrialización de nuestras sociedades. Pero deberemos abordarlo cuanto antes si no queremos caer en manos de peligrosos populismos o, lo que es peor, de fórmulas emparentadas con viejos experimentos totalitarios. El problema no concierne sólo a la endogámica clase política sino que requiere la participación y la aportación de todos.

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