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Ramón Aguiló

Escrito sin red

Ramón Aguiló

El futuro que no llega

La historia del proyecto europeo es una historia de sobresaltos en la que no se divisa un final. La gran Recesión, causada por la desregulación financiera, le corrupción bancaria y los efectos de la globalización económica, se juntaron con el defectuoso diseño del euro, en una Unión Europea de mercado único, con el principal grupo de economías compartiendo moneda, pero con un Banco Central Europeo sin todos los poderes de la Reserva federal, sin mutualización de la deuda y sin una política presupuestaria y económica común; el resultado es el de una crisis permanente. Siempre habrá alguien que podrá decir, y tendrá razón, que estar vivo supone estar en crisis. Pero las últimas embestidas al proyecto europeo, el Brexit y la crisis populista por la inmigración política superpuesta a la inmigración económica y al terrorismo yihadista, han sido nuevos embates para una nave con problemas de aparejo y gobernalle que hacen dudar a la tripulación de qué hacer para llegar a buen puerto. Lo grave es que no sabemos exactamente cuál es el puerto hacia el que nos dirigimos; ya dejó dicho Séneca que no hay viento propicio para quien no se dirige a ningún puerto. El hambre se junta con las ganas de comer. Por si fuera poco, a todo lo anterior se junta la desestabilización rusa de las democracias europeas y la aparición de Trump en EE.UU. Que el país campeón del libre comercio se pronuncie a favor de las guerras comerciales es otro signo ominoso introducido por el populismo que anuncia la posibilidad de retrotraernos a un pasado que creíamos superado. La idea de progreso histórico se deslíe frente al retorno de lo mismo, quedando sólo, como pura ganga, el simple desarrollo tecnológico. Sólo la dictadura comunista china, con todos los atributos autoritarios de Confucio, prolongando el mandato de Xi Jinping, se apresta, a paso de quelonio gigante, a recuperar la hegemonía perdida en el siglo XVII. No sólo en Oriente, sino en todo el mundo.

Hasta hace apenas unos meses, después del terremoto político que sacudió Francia, parecía que estábamos en el buen rumbo. El populismo de la extrema derecha de Le Pen fue derrotado. Y aunque el hundimiento del PSF era ya la señal casi definitiva del fracaso de la socialdemocracia en una Europa desestabilizada por la globalización económica, donde la derecha y la izquierda gobernantes hacían suyos la mayoría de los presupuestos económicos y sociales de aquélla, la elección de Macron era una apuesta novedosa, que, desde la propia axiología socialdemócrata y una fuerte apuesta por el liberalismo, se aprestaba a asumir los retos que planteaba la globalización frente a la inercia de una política europea anclada en los tiempos del colonialismo. Pero Macron era sólo uno de los dos pivotes sobre los que apoyar una nueva política europea. Teníamos en mente la preocupación por las elecciones alemanas. La canciller Merkel estaba cuestionada por su política de inmigración, tan admirada en el resto de Europa. Y la AFD, la Alternativa para Alemania, de la extrema derecha, parecía gozar de un crecimiento imparable. Los resultados confirmaron el declive del SPD y el debilitamiento de la CDU-CSU de Merkel. Han sido meses de ansiedad por la falta de gobierno en Alemania ante el fracaso de las negociaciones con liberales y verdes. Al final se ha impuesto la seriedad de los alemanes. El SPD se ha sacrificado en contra de sus propias promesas electorales, las de no reeditar la Grosse Koalition. Puede que el SPD, con el 66% de los votos de sus afiliados haya firmado su sentencia de muerte; puede que no. Pero, de momento, ha salvado a Alemania y, con ella, a Europa. Toda una lección de patriotismo alemán y europeo que, como se dice retóricamente, figurará con letras de honor en la historia de Europa. Una lección de cómo los partidos no son un fin en sí mismos, sino un instrumento al servicio de los intereses de todos, aun a costa de su propia supervivencia. Una lección que deja en muy mal lugar las políticas de algunos de sus partidos homólogos, como el español, pongo por caso, con su no es no.

Pero no ganamos para sustos. Cuando se despeja la situación alemana y parece anunciarse la deseada estabilidad para afrontar la consolidación del proyecto europeo apostando por una mayor integración, por una regulación bancaria parecida a la de la Reserva Federal y una política económica común, el resultado del pasado domingo de las elecciones italianas, ha reintroducido las dudas sobre el rumbo de la nave. Los partidos vencedores han sido, por una parte la Lega de Matteo Salvini, con el 18% de los votos, aliada con Forza Italia de Berlusconi, con el 13,88%, que, aliados con Libres e Iguales consiguen reunir un 37%; los populistas del Movimiento 5 estrellas de Luiggi di Maio han obtenido el 32,65%, mientras el Partido Democrático de Matteo Renzi se ha hundido con el 18,75%. Los populistas de izquierda y derecha han ganado las elecciones sin que se vislumbre cuál será el gobierno de la tercera economía de Europa. Si antes el foco estaba puesto en Grecia y, especialmente España, como fuentes de inestabilidad económica, no tanto Italia, los resultados electorales resitúan a Italia como el foco de inestabilidad económica y política. Si España era un riesgo, Italia lo es en mucho mayor grado. Y España, con Rajoy, ha pasado a ser, aun con la grave deflagración de la crisis catalana, sofocada por la propia Europa, un factor de estabilidad. La bajada del PP y la subida de Ciudadanos en las encuestas no parece que puedan alterarla. Toquemos madera. Hasta el próximo susto. Esto no parece un sinvivir. Es un sinvivir.

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