Con Joan Riera, nunca nos hemos peleado ni nos hemos abrazado. Nunca hemos comido a solas, ni hemos estado un día sin hablarnos. Ni siquiera hemos necesitado criticar a nuestros sucesivos jefes con la intensidad aconsejable para airear las organizaciones jerárquicas. Y así durante 36 años. Somos mallorquines, creo. No guardamos las distancias como los boxeadores, guardamos las proximidades. Por todo lo anterior, resultaría ridículo que le dijera en persona que ha sido el alma de Diario de Mallorca. Las alabanzas huelen a promiscuidad en nuestra raza, y tengo que utilizarles a ustedes como intermediarios de mi admiración.

Riera es uno de los grandes del periodismo mallorquín, aunque nunca haya reclamado el papel que le corresponde. Es muy fácil calcular cuántas iniciativas de largo aliento de este diario ha cocinado, por detrás y por delante. Todas. Su silenciosa obstinación te sacudía la pereza. Durante décadas ha sido la única brújula válida para afrontar asuntos complicados, y nunca pecó por exceso. Cuando obtenías una noticia, buscabas su aprobación. Podía equivocarse en un rechazo, al igual que todos y mucho menos que otros pero, en cuanto le convencías, te abandonaban las dudas de que ibas por buen camino. No imponía su voluntad, se sumaba con entusiasmo a propuestas que no eran suyas o que no le encajaban, y las mejoraba. Guiaba hacia el éxito, al margen de protagonismos.

Joan Riera siempre ha querido a este diario más que nadie, un pésimo negocio. Después de dedicarle varias vidas al periódico, le asiste todo el derecho a disponer de la segunda mitad de la suya. Con todo, no hay aquí homenaje sino egoísmo, la necesidad de combatir un acusado sentimiento de orfandad. Nunca le perdonaré que haya disuelto mi convicción de que un buen periodista no puede ser por definición una buena persona. Y sí, hablamos de un eterno subdirector, con seis directores a cuestas. La importancia la mide el ser humano, nunca el cargo. En Joan Riera, ningún cargo hubiera estado a su altura personal.