os muertos no pueden hacer nada por los vivos. Si pudieran, los padres muertos se ocuparían de sus hijos vivos. Pero los hijos vivos tienen que arreglárselas como Dios les da a entender. Son huérfanos. A cualquier edad se puede ser huérfano. Hay ahora mismo delante de mí, en la cola de la carnicería, un señor de unos setenta años al que observo disimuladamente porque se le nota la orfandad en todo: en la ropa, en la mirada, en las arrugas, en el desamparo general que destila, pobre. Es probable que invoque mentalmente a sus padres sin recibir respuesta alguna, porque sus padres no pueden hacer nada por él desde el más allá. Los muertos, si pudieran, resolverían todos nuestros problemas económicos y políticos. A lo mejor resolviendo los políticos se arreglarían los económicos. La política y la economía tienden a separarse como en su día se separaron las ciencias de las letras con los resultados catastróficos que a la vista están.

Pero decíamos que los muertos van a lo suyo, como todo el mundo. Ya les puedes implorar que te echen una mano, hasta de rodillas se lo puedes pedir sin que muevan una ceja. Quizá se pasan el día jugando a la güija de los muertos, muriéndose de la risa cuando escuchan un golpe que significa sí o dos golpes, que significan no. ¿Quién da los golpes? Ni idea. La güija de los vivos y la de los muertos no acaban de encontrarse. No podemos hablar con los muertos. Siglos de sesiones espiritistas no han logrado demostrar nada fehaciente. Unas caras de Bélmez allá, unos llantos inexplicables acá. Pero de la ayuda, ¿qué? Del auxilio o del consejo que podríamos esperar de los que se fueron, nada de nada. Los muertos deben de mirarnos como si hubieran ascendido de clase social y no quisieran ya nada con nosotros.

También es posible que tengan sus problemas, no lo sé, sus burocracias, sus asuntos varios: cuestiones mortuorias, en fin, que no podemos ni imaginar. Pero de lo que estoy seguro al cien por cien es de que si yo fuera el padre muerto del señor vivo que me precede en la cola de la carnicería, de lo primero que me ocupaba era de arreglar su desamparo. Fíjate que le ha llegado el turno y no sabe ni qué pedir el hombre, si carne para guisar o un filete para freír. ¿Qué clase de padres no acudirían a socorrerlo?