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La prisión permanente revisable o la decadencia del derecho penal

No es baladí la notoria similitud entre los argumentarios que respectivamente justifican y sustentan la pena permanente revisable y la pena de muerte.

Si analizamos el actual discurso anglosajón que se posiciona a favor de la aplicación de la pena capital, reconocemos inmediatamente algunas de las premisas ideológicas que en España sustentan la pena permanente revisable.

En primer lugar, la percepción social de que el efecto aflictivo para el reo, que es inherente a la privación temporal de libertad, resulta insuficiente para colmar la aspiración retributiva de la pena, sobre todo para los casos más extremos que todos tenemos en mente. Seguiría la pérdida de confianza en la capacidad resocializadora del sistema penitenciario que, en definitiva, abre la puerta a un progresivo distanciamiento de los postulados propios del derecho penal del hecho, con la consiguiente deriva hacia un derecho penal de autor.

Sería simplista la plena asimilación ética y jurídica entre ambas penas. Afortunadamente parece impensable que en la España de hoy alguna fuerza política relevante pueda plantearse la implantación de la pena capital. Pero el común sustrato ideológico de las mismas- aunque sea parcial- ya nos ha de servir de advertencia y de llamada a una reflexión político criminal menos epidérmica y más crítica.

Hace mucho tiempo que en España venimos asistiendo a un verdadero proceso de descomposición del derecho penal y penitenciario. Cuando la Constitución Española no era más que un anteproyecto, juristas clave en nuestro pensamiento político criminal, como Carlos García Valdés, marcaron una línea que acabó por materializarse tanto en el texto constitucional (artículo 25), como en la primera ley orgánica que se aprobó en, por entonces, nuestra recién estrenada democracia: la Ley Orgánica General Penitenciaria (LOGP) de 1979. Se primaron en la misma principios informadores básicos como el de intervención mínima del derecho penal, la finalidad resocializadora de la pena privativa de libertad, el respeto a la dignidad y personalidad del recluso bajo la idea de que sigue formando parte de la sociedad, etc. Se consensuó entre todas las fuerzas políticas -la LOGP fue aprobada en el Parlamento por aclamación- un sistema de política penal asentado sobre una reflexión sólida, sincera y realista.

Desgraciadamente, gran parte de esa reflexión permanece hoy poco menos que olvidada. En nuestro vigente ordenamiento jurídico, apenas resta como testimonio de la misma los trabajos preparatorios de la LOGP. Lo cierto es que esos principios han ido desvaneciéndose reforma tras reforma, haciéndose cada vez más difusos e intangibles. Hasta el punto de que hoy la pena permanente revisable encabeza el listado de penas del artículo 33 de nuestro Código Penal.

La pobre base científica sobre la que se asienta la figura de la prisión permanente revisable, se advierte en la exposición de motivos de la ley orgánica 10/1995, de modificación del Código Penal, que la alumbró. Apelaba entonces el legislador a que la necesidad de fortalecer la confianza en la Administración de Justicia hacía preciso poner a su disposición un sistema legal que garantice resoluciones judiciales previsibles que, además, sean percibidas en la sociedad como justas. La percepción social se erigía entonces como criterio rector, por delante de cualquier consideración aportada desde las ciencias normativas o empíricas, en especial, desde las ciencias del comportamiento.

Hoy el difuso concepto de percepción social se vuelve a imponer. La argumentación ofrecida por el Gobierno para proponer la ampliación de los delitos que llevarían aparejada la pena de prisión permanente revisable vuelve a ser de corte netamente populista.

Una sociedad democrática no puede tender hacia un derecho penal que tenga como máxima la ley del Talión. Un sistema penal democrático debe ser un fiel reflejo de la superioridad ética y moral de la sociedad que lo promulga frente a la barbarie del delito. Y eso pasa por asumir que el infinito dolor infligido a la víctima de un delito execrable, o a sus familiares, no puede ser compensado con nada. Si consensuamos que una vida humana no tiene precio, cualquier dolor infligido al reo nos acaba pareciendo poco.

La historia de nuestro derecho penal es terrible, entre otras cosas, porque durante muchísimos siglos se guió por criterios eminentemente retribucionistas. Por ello, llegar a plantearse seriamente la humanización de las penas, o la propia resocialización, fue un avance que como civilización nos honra. Porque no fue fácil llegar a estos planteamientos, conviene que ahora los preservemos de las tentaciones populistas surgidas al abrigo de casos concretos que a todos nos estremecen.

Bajo la denominada pena permanente revisable subyacen una serie de elementos ideológicos que no resisten una mínima revisión crítica. Es una medida claramente orientada hacia un imposible: la retribución a la víctima o a sus familiares de un dolor moral no compensable. La sociedad tiene el deber de reconocer, asistir y acompañar en su dolor a la víctima. Y de castigar al culpable. Pero la extensión de la pena no puede plantearse sólo como un instrumento de mitigación del dolor de la víctima o de sus familiares. Debe plantearse también en términos de utilidad (prevención del delito), y atendiendo al mandato constitucional sobre la finalidad resocializadora de la pena. Porque ahí gravita precisamente la superioridad ética y moral de la sociedad frente al delito. Y de esa superioridad se deriva la dignidad de la víctima.

Por otrar parte, supone en la práctica una clara vulneración del principio resocializador de las penas. Es verdad que el Tribunal de Estrasburgo ha admitido la prisión permanente revisable, pero condicionado a que la reinserción sea materialmente factible. Y dada la extensión de las penas privativas de libertad en España y la media de edad de su población -43 años-, no parece razonable pensar que la prisión permanente revisable plantee un margen vital suficiente al reo como para que esa reinserción se posible.

*En representación de la Comisión de Derechos Humanos

del Colegio de Abogados de Balears (ICAIB)

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