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¿Es esto democracia?

La democracia con que muchos se llenan la boca adolece de graves defectos que la alejan de una deseable idoneidad

La democracia no se restringe a determinado orden institucional; es también, y sobre todo, una forma de vida en la que cobra especial relevancia el interés colectivo. Con ese objetivo, es preciso el constante debate, la disonancia que contraste prejuicios con nuevas ideas y concepciones alternativas (absolutamente todo es susceptible de mejora) lo que supondría, en la práctica, disponer también de recursos que permitiesen, de ser el caso, acotar e incluso evitar ocurrencias inapropiadas por parte de quienes han accedido al poder por mandato popular.

Sin embargo, se comprueba -y me refiero en concreto a este país- que la democracia con que muchos se llenan la boca adolece de graves defectos que la alejan de una deseable idoneidad. La sociedad civil sólo cobra protagonismo durante las campañas preelectorales, al punto de que no se está muy lejos de convertirnos en paradigma de una democracia ademocrática. No se rinden cuentas más que en el mejor de los casos cuatrienalmente e, incluso entonces, con eufemismos y salidas por la tangente que subrayan el escaso respeto que merece una ciudadanía de la que únicamente persiguen el voto que les permita seguir en las mismas y, una vez asentados unos u otros, se diría que han hecho suya la conclusión de Chamfort, allá por el siglo XVIII, pasando a ser la opinión pública la peor de las opciones. Aunque sean nuestros bolsillos los que habrán de sufragar tanto la implantación de sus -muchas veces cuestionables- decisiones como, de ser el caso, la vuelta atrás y siempre a la sombra de un autoritarismo que contradice esa dinámica por la que optamos en su día.

Un marco, repito, que los mandamases de aquí o allá dibujan a su conveniencia, al extremo de que si hubiésemos de cantar sobre los tiempos sombríos como apuntaba Brecht, nos podríamos pasar la vida entonando a coro. Basta con echar un vistazo a los temas que han sido objeto o por el contrario se hurtan a la consulta popular, para dudar de las rectas intenciones de sus promotores, más condicionados por ideología o intereses que dispuestos a ser punta de lanza de la voluntad ciudadana. Así, podrán organizar referéndums de presumir que, sea cual sea el resultado, no pondrá en jaque sus apriorismos que, de existir, los disuadirán de convertirse en ejecutores del consenso mayoritario y, en tal supuesto, harán valer cualquier artimaña demagógica, banalizando el mal o defendiendo un supuesto bien desde el despacho y sin respeto alguno por la verdad. Una consulta sobre las terrazas de los bares no entraña riesgo alguno con independencia del resultado, pero no la habrá, por un decir, sobre la oportunidad de demoler sa Feixina, la lengua vehicular en determinada Comunidad o, por elevación, respecto a la abolición del Senado (remanso para los amiguetes) o la monarquía.

Tras unos programas electorales cuajados de lugares comunes y que se pasarán por el forro cuando crean oportuno, sin diferencias sustanciales entre las distintas formaciones, tradicionales o de nuevo cuño (cada grupo tiene su manera peculiar de castrar, advierte Alejandro Rossi en su libro Manual del distraído), las oligarquías, que en eso se resume cualquier partido, tienen por objetivo el de perpetuarse: tanto los jerifaltes como su cohorte de turiferarios. Para ello no tendrán empacho, como hemos comprobado hasta la saciedad, en consolidar alianzas y no con expertos varios como sería lo deseable, sino con cuanta élite económica o fáctica pueda reforzar su posición de liderazgo. Y la mundialización no ha hecho sino contribuir a ese entramado de interesadas subordinaciones a espaldas de un pueblo que sólo es soberano porque así lo exige el lenguaje políticamente correcto, pero cuyas necesidades y demandas sólo serán contempladas de no colisionar con secretos pactos y componendas porque, en tal supuesto, siempre les cabrá recurrir a ambigüedades y polisemias.

La información es poder; por ello será mediatizada y filtrada a conveniencia por parte del estatalismo central o autonómico, y los medios -no sólo privados-, cuyos dirigentes pueden haber sido designados por los políticos de turno, subordinarán la objetividad en aras de sus pactos, contemplando a la ciudadanía como receptáculo de dígitos y/o estadísticas convenientemente filtradas cuando no manipuladas. Bajo las circunstancias antedichas no ha de sorprender que se plantee la paradoja de considerarnos sometidos, por encima de ampulosas declaraciones, al dictado de una democracia totalitaria (Talmon, 1952), y sus representantes más preocupados por la permanencia al frente de la misma que atentos al entorno por el que debieran velar. El escepticismo resultante explica que la decisión del voto se vaya convirtiendo en asunto coyuntural, fundado en un deprimente "del mal el menos" y, si llegara a modificarse un día la Constitución, supondría cierto alivio incluir en el debate la posibilidad de una refundación democrática, con distintas exigencias para quienes la abanderen. Porque de populistas a embusteros, ineptos o aprovechados, hasta el mismísimo gorro.

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