La cercanía de Dios impone silencio, cada vez más total cuanto más cerca de él nos sentimos. Silencio, sinceridad absoluta, verdad sin fisura alguna, a pesar de tantas y tantas grietas de nuestro barro, grietas, roturas, fragmentos; todo reunido ante Dios en el manto de la verdad insobornable, la que nos descubre la luz eterna, la del que es la luz.

Cayeron todos los sistemas humanos, desvanecidos en la nada. Sólo se salvó el yo desnudo, como el de Job, ante Dios. Nos envuelve la soledad absoluta, la soledad de nuestra conciencia que no necesita ni tiene testigos, sólo el yo desnudo, real, pobre, sincero. Cuanto más tiempo estamos ante él, más verdadero es todo lo anterior: soledad, sinceridad, pobreza, verdad, desnudez.

Es el gran momento de la criatura ante su creador, del padre ante su hijo. Es el día de la gran misericordia que envuelve en la unidad el amor misericordioso, infinito, con la pequeñez pobre y desnuda de su criatura, de su hijo.

Hemos entrado en la suma pobreza, humilde y desnuda, sin otro aval que la misericordia y el perdón. Dios no puede ser otra realidad más allá del amor y la misericordia. Este Dios da el sentido de su criatura, de su hijo.

Algo así tiene que ser el trance de morir, por eso la vida se cuida de prepararnos. Son situaciones personales, más o menos frecuentes, que podemos repetir en la oración como un ensayo fecundo y, a pesar de su impactante desnudez, gratificantes.

Podríamos calificarles de experiencias cuaresmales, o sea, pascuales, porque nos acercan a la nueva vida de resucitados. Como Jesús crucificado y muerto, descendió a "los infiernos", nosotros bajamos al fondo de nuestra realidad personal, la que sólo nuestra conciencia en soledad ante Dios nos identifica. Allí nos envuelve la misericordia de la que brota el perdón del padre y la vida nueva, anticipo de la que tendremos en plenitud después de morir que ya ahora podemos comenzar a gozar.