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Antonio Papell

La lengua catalana

La cuestión educativa, y en concreto el tratamiento del catalán, fue la clave de la autonomía del Principado. El catalán había sido preterido por el régimen franquista, que en su peor etapa llegó a proscribir su uso oficial y a restringir las publicaciones en aquella lengua. Por lo que, aunque en ningún momento dejó de hablarse en las relaciones sociales y familiares, y en los últimos lustros de la dictadura cesó la represión, era lógico que con la democracia se revindicase la plena cooficialidad del catalán con el castellano y su utilización indistinta tanto en la vida pública como en la privada.

La Constitución de 1978 dispuso lacónicamente que "el castellano es la lengua española oficial del Estado. Todos los españoles tienen el deber de conocerla y el derecho a usarla", para añadir acto seguido que "las demás lenguas españolas serán también oficiales en las respectivas Comunidades Autónomas de acuerdo con sus Estatutos". Y en 1983, Pujol sacó adelante en el Parlament la Ley de Normalización Lingüística, que establecía la 'inmersión lingüística' en catalán, que se convertía en la única 'lengua vehicular' es decir, la lengua en que se enseñaba, sin perjuicio de que se tuviera que enseñar también el castellano, de forma que al terminar el periodo educativo se dominaran ambas.

Hubo considerable polémica, que zanjó el Tribunal Constitucional en su conocida sentencia de 1994, en que dictaminó que el catalán, como lengua propia de Cataluña, era efectivamente la 'lengua vehicular' y el 'centro de gravedad' de la enseñanza; la sentencia dejaba además claro que la determinación del modelo lingüístico corresponde a la comunidad autónoma en el marco de la legislación básica estatal. El fundamento argumental de todo aquello era que el nuevo modelo perseguía tanto el objetivo de la cohesión social como el de la normalización lingüística. Expresamente se decía, además, que para cumplir la obligación constitucional de conocer el castellano, bastaba con garantizarlo al final de la enseñanza básica.

Era evidente que la gestión de aquella compleja normativa requería raudales de lealtad constitucional si de verdad se quería conseguir una comunidad bilingüe y evitar que el nacionalismo más radical terminara excluyendo en la práctica al castellano del sistema educativo.

El controvertido (y rectificado luego por el TC) Estatuto de 2006 excluía el derecho de los padres a elegir la lengua vehicular o la separación de los alumnos por centros o grupos lingüísticos. Y la sentencia del TC de 2010 sobre el Estatut, que ofreció una 'interpretación conforme' para salvar el art. 35, sembró la confusión y el caos al afirmar que el Estatut no podía impedir el derecho a recibir la enseñanza en castellano como lengua vehicular y de aprendizaje. Ello dio pie a que la ley Wert diese dos opciones para preservar el castellano: implantar sistemas que garanticen que las asignaturas no lingüísticas se imparten tanto en castellano como en lengua cooficial en las etapas obligatorias, o establecer sistemas en lo que las asignaturas no lingüísticas se impartan solo en una de las lenguas cooficiales siempre que se garantice una oferta alternativa, sostenida con fondos públicos, en la que se utilice el castellano como vehicular en una 'proporción razonable'.

El Supremo, en sentencias de 2015, ha dado la razón al Tribunal de Justicia de Cataluña que, en ejecución de sentencias del propio Supremo y sustituyendo a la Administración educativa, fijaba directamente en un 25% el número de horas lectivas que se deben impartir en castellano en el área, materia o asignatura lingüística correspondiente a su aprendizaje y, como mínimo, en otra área troncal o análoga.

Esta es la situación, que no debería tocarse precisamente ahora, en momento de excepcionalidad institucional. Pero una vez quebrada la lealtad constitucional por parte de las instituciones catalanas, la mayoría política del Estado debe reconsiderar si con los actuales mimbres jurídicos se puede construir el cesto de un bilingüismo cabal y equilibrado. Porque, de lo contrario, habrá que actuar. Las leyes tienen que cumplirse, y de hecho no nos veríamos como no vemos si este principio democrático tan básico se hubiera impuesto desde el primer momento.

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