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Las cosas como son

El tiempo atmosférico es un recurso conversacional para ser amables y proteger nuestra intimidad

Es invierno y hace frío: buena noticia. Es invierno e incluso ha nevado: buena noticia también. Es más: sin que sirva de precedente, acudiré al refranero: año de nieves, año de bienes. Pues no: ahora es obligación periodística que el tratamiento del clima sea catastrofista. Si la noticia no crea angustia, curiosidad ansiosa o destemplanza generalizada, no es noticia. El miércoles de la semana pasada nevó en París y en casi toda Francia. Lo hizo copiosamente. Desde 1946, dijeron, no había nevado tanto en la ciudad. El jueves yo debía viajar a París. Me llamaron por teléfono avisándome de que había dificultades en el transporte por carretera y que se habían suspendido varios vuelos. Esta vez no acudiré al refranero, sino a un dicho real: París bien vale una misa, por tanto ni caso. Pero en el telediario de la noche la cosa empezó a adquirir tintes dramáticos. Coches paralizados en la autopista durante siete horas, la nieve cubriendo París como si París fuese Moscú, multitud de vuelos suspendidos, gente protestando -"esto es un infierno, el ayuntamiento no ha previsto nada..."-, los automóviles sin poder circular, el transporte público con dificultades... Por contraste, las imágenes de la ciudad eran bellísimas. Al fin apareció un parisino con pasamontañas y dijo: "Si ya es suerte poder vivir en una ciudad tan hermosa como París, esto es un regalo aún más maravilloso". A la vista de las imágenes yo no habría dicho otra cosa, pero en el telediario seguían empeñados en la gravedad del asunto: "Faltan alimentos básicos", se llegó a decir. Una animalada. No faltaba nada, pero todo ha de cuadrar para que la noticia lo sea...

El jueves al mediodía me encaminé hacia el aeropuerto sin saber si mi avión despegaría; si el aeropuerto parisino estaría cerrado; si desviarían el vuelo; si podría llegar -en caso de aterrizar- hasta la capital. Como el acto donde debía participar se celebraba a las siete de la tarde, decidí dejarlo en manos del azar. Si el vuelo se anunciaba con más de hora y media de retraso me volvía a casa. Pero el avión despegó puntualmente. Luego, el descenso por la región de Île de France fue habitar una pintura flamenca: formar parte del paisaje de Los cazadores en la nieve, de Brueghel El Viejo, por ejemplo. Todo era, como había dicho el parisino del pasamontañas la noche anterior: maravilloso. No entraré en detalles pero circular junto al Sena -rozando, de tan pleno, los puentes- la noche del jueves apenas sin coches, ni gente y con todo, menos las calzadas adoquinadas, cubierto de nieve -la fosforescencia blanca en la oscuridad, iluminando la piedra y el agua-, será inolvidable en lo que me quede de vida. Incluso me pareció ver a Marcel Proust envuelto en un abrigo de marta cibelina.

Lo mismo ocurrió el viernes, paseando por el centro de París bajo la nieve: no paró de nevar desde las nueve de la mañana hasta las cuatro y media de la tarde y las calles te regalaban una ciudad nueva, aún más bella -si eso es posible-, aún más antigua y orgullosa de sí misma, que la ya conocida. Los parques estaban cerrados para evitar accidentes infantiles y la nieve allí era tan virgen como en los tejados. Pero tampoco en las aceras se ensuciaba porque seguía cayendo sin cesar en un constante allegro maestoso. Y como nunca nos olvidamos de donde venimos, asocié una parte de esa felicidad al hecho de haber nacido en "L´Any de Sa Neu". Pero la ciudad por donde estaba paseando no era en absoluto la ciudad del telediario español. Era otra, la misma de siempre y mucho mejor (quizá algún día pueda contar a mis nietos, si llego a tenerlos, que estaba en París durante la gran nevada del 18). Era la ciudad feliz y plácida que, repito, regalaba la felicidad y la placidez a quien la contemplara y supiera disfrutarla. A quien se resistiera a ser víctima de ese espejismo que llaman actualidad.

La actualidad... El tiempo atmosférico es un recurso conversacional para ser amables y proteger nuestra intimidad. Los británicos son maestros en eso, pero el resto de insulares no les vamos a la zaga: hablamos del tiempo como nos saludamos. Pero en los últimos años, "El tiempo", ha dejado de ser una sección breve en los informativos para convertirse en un programa en sí mismo. Un programa que apasiona a los telespectadores -como si todos nos hubiéramos vuelto viejos de repente: a más edad más interés por el clima- y que crea, incluso, figuras públicas en sus profesionales: la mejor ahora, la meteoróloga de La 1. Pero el peligro de todo eso es que el noticiario del tiempo se ha ido tiñendo de los malos vicios del otro noticiario: la afición por el caos, la tragedia y el morbo. Por el cuanto peor, mejor: la actualidad, en fin. Nos avisamos del tiempo que viene, sobre todo si nos hemos de congelar o asar. Todos miran sus teléfonos digitales en busca de la temperatura y de los avisos de lluvia o de insolación. Hemos convertido el clima en una nueva extremidad del cuerpo, no en su hábitat. Una extremidad que mejor si tiene aspecto gangrenoide que gozoso. No vayamos a disfrutar de lo que es digno de disfrutarse. Como de París la semana pasada, radiante y atemporal bajo la nieve. Por mucho que nos dijeran y amenazaran días atrás, con falsedades grandilocuentes. Como tantas veces en tantas y tantas cosas.

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