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Antonio Papell

El proceso del 'procés'

Con toda evidencia, el juez Llarena está reconstruyendo la trama de la cuartelada del 1 de octubre, que incluye sectores políticos, jurídicos y mediáticos, y que organizó el procés que culminaría en la Declaración Unilateral de Independencia del día 27, que la exdiputada de la CUP Mireia Boya considera que "no fue cosmética", sino que se buscaba su "efectividad real". Por fin Junqueras, irreductible, ha encontrado un compañero de viaje en el camino hacia la revolución, después de que todos los demás investigados por el juez hayan declarado que pasaban simplemente por allí, que hubo un malentendido, que en modo alguno trataban de organizar un verdadero referéndum al margen del Estado, etc. La épica ha sido bien escasa en la generalizada bajada de pantalones de los heroicos soberanistas.

Al propio tiempo el Tribunal Supremo está traduciendo con gran rigor semántico el código penal belga, para ir preparando la petición de extradición de Puigdemont, por delitos más sustanciosos que la desobediencia o la simple malversación. No será fácil calificar y homologar la intentona golpista, pero en todo caso tendrá más contundencia una reclamación basada en la existencia de un sumario completo sobre el golpe de mano que improvisada y apoyada apenas en simples especulaciones policiales.

El curso del proceso judicial abierto dependerá en todo caso del desarrollo de la política catalana. El Supremo mantiene actualmente la competencia en el caso porque hay aforados entre los inculpados. Pero si se repitieran las elecciones autonómicas -una hipótesis nada inverosímil- y dejara de haberlos (dejaran de ser diputados autonómicos todos los investigados), el procedimiento bajaría de nivel: la Audiencia Nacional es competente en los delitos de sedición y rebelión.

Sea como sea, en medios judiciales españoles se considera que lo sucedido reúne sin duda los requisitos para ser considerado constitutivo de un delito de sedición, regulado en el artículo 544 y siguientes del Código Penal, que castiga con penas de hasta quince años de cárcel a quienes "se alcen pública y tumultuariamente" para "impedir, por la fuerza o fuera de las vías legales, la aplicación de las leyes". No hay en cambio tanta unanimidad sobre la existencia de delitos de rebelión, contemplada en el artículo 472 del Código Penal, que se atribuyen a quienes se levanten "violenta y públicamente" para, entre otros objetivos, "derogar, suspender o modificar total o parcialmente la Constitución" o "declarar la independencia de una parte del territorio nacional". Los jefes de la rebelión podrían recibir penas de 15 a 25 años. Entiéndaseme bien: la instrucción no califica todavía las acciones que investiga, y sólo en última instancia apreciará si existió o no esta "violencia" que la norma exige para hablar de rebelión.

Continúe o no en el procedimiento en el Supremo o descienda en su momento de nivel jurisdiccional, lo cierto es que este proceso en marcha ya no tiene vuelta atrás, y que existe unanimidad subjetiva en que de él derivarán penas importantes para los verdaderamente implicados en el intento de subvertir la legalidad para fracturar el Estado. Pierdan, pues, toda esperanza quienes, como Puigdemont, todavía parecen considerar la hipótesis de que la marrullería podría pillar al Estado desprevenido y rendir frutos en la dirección que desean. Porque la única salida de este embrollo, la que restituiría una normalidad gravemente alterada y permitiría la recuperación socioeconómica e intelectual de Cataluña, sería el restablecimiento pleno de la legalidad, la recuperación de las instituciones, la vuelta de la lealtad institucional en ambos sentidos€ y, a medio plazo, la toma en consideración de medidas de gracia que zanjaran políticamente el inconcebible drama que un sector desorientado del nacionalismo, sin duda afectado por el derrumbe del icono pujolista en el vergonzante pozo de la corrupción, ha escenificado, sin ver que estaba lanzando a toda Cataluña a una pendiente de la que es difícil, aunque no imposible, volver.

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