Diario de Mallorca

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Daniel Capó

Año de nieves

Dice el refranero popular que los años de nieves son años de bienes, seguramente porque las nevadas garantizan el agua necesaria para hidratar la tierra y favorecer las cosechas. En la imaginación del hombre de la ciudad, sin embargo, el manto blanco de la nieve refleja otras inquietudes: el asombro de la infancia, por ejemplo, ante la belleza sepulcral del frío. O el tono poético de la poesía europea. O los fotogramas pictóricos de alguna película. La nieve es también la Navidad, los regalos de Papá Noel, el fuego en la chimenea y la intimidad de un hogar burgués. Por supuesto no todas las asociaciones son positivas. Pensemos en el color -ese blanco inmaculado de los copos al caer- que entronca con la idea de la pureza pero asimismo con la de la muerte. El ciclo liederístico más sombrío del compositor Franz Schubert se adentra en la orfandad de un "viaje de invierno". Jorge Luis Borges explicaba que en inglés bleak -"pálido"- y black -"negro"- comparten una misma raíz, lo cual explica que en Moby Dick sea una ballena blanca el animal maldito que anuncia la muerte. La cultura tradicional china razonaba de un modo similar: los chinos se consideraban los auténticos blancos; dotados de un blanco saludable, que contrastaba con la palidez enfermiza de los europeos. Fue sólo tras la gran humillación de los asiáticos ante el Imperio británico que empezó a identificarse el amarillo como el color de la piel de los orientales, a consecuencia de una derrota, del fracaso colectivo de una nación milenaria. Los relatos infantiles igualmente mantienen cierta ambigüedad sobre el poder trágico de la belleza blanca: pensemos en La reina de las nieves, publicada por Hans Christian Andersen en 1845, o en la bruja blanca de las Crónicas de Narnia, del escritor C. S. Lewis.

Para los que vivimos en el Mediterráneo - en la ribera norte o sur-, la nieve provoca la misma fascinación que las cascadas de agua o los prados verdes de los países septentrionales. Simboliza la fuerza inusual de la naturaleza que cae sobre la tierra con desusada solemnidad y gesto suave. Ver nevar en estos lugares tiene algo de hipnótico y celebra un misterio que se acompasa al ritmo de las estaciones. En casa, sólo recuerdo haber visto nevar con fuerza en dos ocasiones, a pesar de que es raro el invierno en que las montañas de la Tramuntana no se vistan de blanco. En Suecia, en Nueva York y en Pamplona, por el contrario, sí que recuerdo esa condensación única del frío acumulando centímetros y centímetros de nieve: la sal en las carreteras, los vecinos empuñando las palas para abrir paso, las fuentes heladas, los jóvenes y los niños patinando sobre el hielo, los cuerpos desnudos sobre la nieve, las capas de ropa, los escalofríos?

La estampa de estos días intensifica la luz del cielo y el perfil recortado de las montañas. Un doble arco iris me saluda por la mañana tras la lluvia que despide los últimos restos de la nevada. Pienso entonces también en mi niñez y en la capacidad de asombro ante la belleza que se va perdiendo con el tiempo. Se gana en otras percepciones, claro, pero en esa sorpresa ante el recordatorio casi anual de los ciclos de la naturaleza: las nieves que anuncian ya, como un presagio de bienestar, la llegada de los bienes de la primavera.

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