Diario de Mallorca

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La vida moderna

1) En la cultura de los años 70 se mezclaron muchas cosas y una de ellas fue la reivindicación -o nuestro descubrimiento particular- de la pintura prerrafaelita. Su estética neoclasicista, medievalista, preorientalista en algún caso -pienso en Alma Tadema-, fue uno de los adornos de nuestra juventud. Lo que no era incompatible con la guitarra de Jimi Hendrix, el patchouli y los Levi´s, al revés. He dicho adorno como podría haber dicho piel, que ya decía Paul Valéry que era el órgano más profundo del cuerpo (y por tanto del alma). Quien nos acarició alguna vez, permanece ahí, y a quien acariciamos continúa acompañándonos. Es la razón por la que aquella estética hecha de distintas estéticas y épocas que floreció en los 70 -como si fuera otra carátula del Sgt Pepper´s- no sólo nos hizo sino que nos da la respuesta a más de una cuestión ahora. Son pasado pero calaron de tal modo que también son presente.

Los prerrafaelitas pueden ser asociados, de alguna manera, a la pintura pompier, tan llena de desnudos y poses sugerentes e ingenuas. Son, unos y otros, pintores de una refinada -y a menudo relamida- sensualidad y erotismo, pero ante la represión de la época -hablo de los sentidos antes de la democracia- fueron ventanas de iniciación y no sólo en lo erótico. Sin ellos habríamos entendido mucho menos la poesía del gran Juan Eduardo Cirlot, por ejemplo. Y el primer asalto de la estética novísima en Madrid -recuérdese que la antología Nueve Novísimos había nacido en Barcelona de la mano de Gimferrer y Castellet- tuvo en cierta herencia prerrafaelita uno de sus signos. Pienso ahora en los primerísimos libros de Luis Antonio de Villena y Luis Alberto de Cuenca.

En aquel tiempo compré en Barcelona una lámina de cartoné que incluía una reproducción del cuadro prerrafaelita Hylas y las ninfas, de John Waterhouse, cuya obra más conocida es La dama de Shalott, magnífica y muy vista, que está en la Tate. Mis amigos de siempre saben que me gusta vestir el lugar donde escribo y que éste -aunque sea una habitación de hotel- acaba poblado de postales, páginas de revistas, libros y objetos hasta convertir una mesa funcional y la pared en que se apoya, en el estudio de un artista. Pues bien: Hylas y las ninfas me acompañó en la casa de Sarrià -una vieja mesa de jardín de hierro y mármol-, en el piso de la calle Monterolas -un escritorio de marino- y de regreso a Palma, en casa de mis padres -un bufet mallorquín-. Sigue acompañándome oculto entre otras imágenes acumuladas en un pequeño atril y tiene incluso un cameo en mi novela Reyes de Alejandría. En ese cuadro se ve al guapo Hylas, con una clámide azul, de espaldas y agachado -muy parecido al Tolo Nicolau de nuestra juventud, por cierto-, agachado, digo, frente al lago, de donde surgen varias ninfas desnudas (aunque sólo veamos rostros, cabelleras, hombros y pechos -y esto último no de todas-). Hace unas semanas volvió a caer en mis manos buscando otra imagen y pensé en las cosas (y épocas) que nunca se acaban y que cuando creíamos más o menos perdidas vuelven a aparecer.

Lo que no pensé -y nunca pude imaginar- es que este cuadro sería objeto de censura días después con la excusa de empezar un experimento museístico sobre el sexismo en el arte. En los tiempos de Tinder y otras guarrerías asimiladas, se cargan Hylas y las ninfas. Efectivamente, el cuadro ha sido retirado de la sala del museo de Manchester donde se exponía y en su lugar cuelgan papelitos de colores opinando sobre lo innecesario del erotismo en el arte, por sexista. Empezamos fusilando a Woody Allen al amanecer y por la noche quemamos La alegoría de la Primavera, de Botticcelli, por machista. Y de madrugada, quedamos con un completo desconocido. Son los tiempos: que se vayan preparando La maja desnuda y La Venus del espejo. Y no hablemos de El origen del mundo: como pillen a Courbet, lo desgracian.

2) Hay que saber despedirse en voz baja y es preferible no hacer hablar a los muertos haciéndoles decir lo que nosotros opinamos, una costumbre extendida como mancha de aceite. Uno sólo puede hablar por sí mismo, no por los demás y menos por los que se han ido. Pero sí contar. La pasada semana murió Toni Socías, fundador de Peor Impossible y coletrista de algunas de sus canciones más populares: Susurrando, por ejemplo, o Un pagés amb motorino. Deliciosa una, gamberra la otra. Pasó con ellos lo mismo que con Los Pegamoides y otros grupos de los ochenta: se pusieron ante teclado, guitarra y batería con un desparpajo paralelo a su desconocimiento musical y lo que salió era fresco, divertido, irreverente y fiel espíritu de unos años donde todo empezaba de nuevo y la fiesta se convirtió en ideología. Entonces yo vivía en la calle San Cayetano y a veces visitaba la Agencia Runner, una de cuyas almas principales era él, Toni Socías.

La Agencia Runner -situada en el pasadizo de San Felio, ahora de moda, entonces vacío, salvo por el Majorca Daily Bulletin- había tomado su nombre de la película mítica de los 80 y aquello era un taller de modistas, un estudio de artistas, una sala de músicos, una redacción de fanzines y lo que hiciera falta. La Agencia Runner era el consulado de la modernidad ochentera en Palma, con una distinción muy notable: existe una altivez a la que el moderno suele ser propenso con los que no lo son y allí no se daba. Todo: artes y artesanías era normal -dentro de su anormalidad- y eso siempre lo identifiqué con el espíritu de Toni Socías, que fue la alegría, la sencillez y la falta de pretensiones personificada. De él y de sus amigos, claro. Yo coordinaba el suplemento de Cultura de El Día de Baleares y lo fiché de columnista -como al poeta Andreu Vidal- para una sección titulada "El Mirador". Cumplió mientras quiso y lo hizo muy bien. Después se marchó, también porque quiso, y a partir de ahí las páginas de nuestro suplemento perdieron frescura, luz y un modo de entender la vida que los demás no teníamos y siempre le agradecimos. Lo mismo que podemos decir ahora.

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