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Antonio Papell

Presupuestos y populismo

Ahora resulta que la gran urgencia legislativa que tiene este país es la reforma al alza de la prisión permanente revisable, un endurecimiento de la máxima sanción del código penal que el PP impuso con sus únicos votos en 2015 y que suscita serias dudas de constitucionalidad entre los juristas, ya que la Constitución (artículo 25.2) dispone taxativamente que "las penas privativas de libertad y las medidas de seguridad están orientadas hacia la reeducación y reinserción social". Tanto es así que en octubre de 2016, el Congreso respaldó por amplio margen una iniciativa del PNV que exige al Gobierno derogar la prisión permanente revisable; tan sólo el PP y UPN se mantuvieron a favor de la reforma; la propuesta de derogación logró 176 apoyos, con 135 votos en contra (los del PP) y 31 abstenciones. Sin embargo, el Gobierno aprobará hoy un proyecto de ley para ampliar los delitos que puedan ser sancionados con esta pena excepcional.

Es puro populismo entablar una competición para ver quién siente más dolor ante hechos criminales de excepcional gravedad y quién está dispuesto a llegar más lejos para reprimirlos penalmente€ cuando es evidente que la degradación moral no se combate con sanciones penales: no hay prueba alguna de que la pena de muerte, que aún avergüenza a los norteamericanos, contribuya a reducir la criminalidad en aquella gran nación; hay quien piensa que es al contrario, ya que la violencia institucional anima y despierta las patologías de los perturbados. De cualquier modo, cuando este país está teniendo que resolver un problema existencial de la envergadura del catalán, cuando estamos asistiendo a una parálisis parlamentaria que es realmente un gran fracaso democrático en que queda llamativamente la luz la impotencia de los partidos para entenderse y pactar, cuando no hay modo de avanzar en la reforma del sistema de financiación autonómica (lo que provoca un grave quebranto a varias comunidades particularmente maltratadas por el actual statu quo) y cuando ni siquiera hay modo de sacar adelante los presupuestos generales del Estado para el año en curso, que deberían incluir compromisos y reformas urgentes, distraer la atención en asuntos como la prisión permanente revisable es una impertinencia disfrazada de evasiva, que sin duda irrita a mucha gente. ¿O alguien puede imaginar que los diputados del PP lloren más intensamente los crímenes de los desaprensivos que los diputados del PSOE, de Podemos o de Ciudadanos?

La verdadera defensa de la mujer, de su integridad y de sus intereses se logra mediante políticas activas, convenientemente financiadas, que las protejan de las agresiones, les reconozcan la verdadera igualdad laboral y social y las sitúen fuera del alcance de los explotadores que las utilizan como mercancía. Actuar sobre el código penal como única respuesta a situaciones de flagrante injusticia es, en el fondo, le reconocimiento de una gran falta de imaginación o de una colosal impotencia. En cambio, prescindir de unos presupuestos nuevos que deberían recoger la financiación que requiere la puesta en marcha del recién concluido pacto sobre violencia de género es una grave irresponsabilidad, de la que deben responder quienes, por sectarismo o por otras causas, impiden tal avance.

De un tiempo a esta parte, sobre todo desde que tenemos que lidiar con el conflicto catalán -un compendio de rancia pusilanimidad que apunta a las antípodas de la modernización del país-, estamos enmarañados en un mundo político pequeño e impotente que nos impide avanzar en el sentido adecuado. En tanto Macron prepara su enésima reforma constitucional para depurar el sistema representativo francés, aquí somos incapaces del menor acuerdo, del más leve consenso para dar algún paso en el rescate de un régimen que se nos ha quedado viejo. Y nuestro afán se reduce a graduar la dureza que haya que aplicar a los violadores o a los asesinos, mientras la corrupción nos desborda por los cuatro costados, como si la moral pública dependiera del destino carcelario de los malhechores.

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