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Antonio Papell

¿Por qué Puigdemont?

El Tribunal Constitucional, conminado por el Gobierno para que entorpeciera la pretendida investidura de Puigdemont que iba a tramitarse por medios telemáticos o por delegación, ha querido respetar su inveterada doctrina de no adoptar disposiciones preventivas pero ha salido en socorro de la democracia en Cataluña imponiendo una medida cautelar "consistente en la suspensión de cualquier sesión de investidura que no sea presencial y que no cumpla las siguientes condiciones:

(a) No podrá celebrarse el debate y la votación de investidura del diputado don Carles Puigdemont i Casamajó como candidato a Presidente de la Generalidad a través de medios telemáticos ni por sustitución por otro parlamentario.

(b) No podrá procederse a la investidura del candidato sin la pertinente autorización judicial, aunque comparezca personalmente en la Cámara, si está vigente una orden judicial de busca y captura e ingreso en prisión.

(c) Los miembros de la Cámara sobre los que pese una orden judicial de busca y captura e ingreso en prisión no podrán delegar el voto en otros parlamentarios".

En realidad, el TC no hace más que imponer el principio de legalidad al proceso catalán, que está afectado „y nadie debería olvidarlo„ por un proceso judicial en curso abierto en el Tribunal Supremo para depurar las responsabilidades derivadas de un intento de golpe de estado con el que se pretendía provocar la secesión violenta e ilegal de una parte del territorio español.

De momento, Carles Puigdemont, como otros detenidos, prófugos e inculpados en el procedimiento, tiene sus derechos políticos intactos porque no hay sentencia alguna que los limite. Puede ser, pues, presidente de la Generalitat si logra la autorización judicial a que alude el Auto del Constitucional. Pero existe una orden de detención contra él, que, de ejecutarse, daría lugar probablemente a su encarcelamiento preventivo, ya que se ha hurtado voluntariamente a la acción de la justicia. En otras palabras: Puigdemont puede convertirse en presidente de la Generalitat, pero habrá de desempeñarse en prisión. Y su mandato cesará el día en que recaiga sobre él una sentencia inhabilitante de los tribunales, si se cumplen las previsiones de quienes le acusan.

La cuestión ya no es, pues, si Puigdemont, que encabezó la lista nacionalista más votada el 21-D, puede o no ser presidente de la Generalitat (la respuesta es que sí), sino si le conviene a Cataluña semejante perturbación. Y que nadie diga que está en juego la dignidad de Cataluña en el envite porque no hace tanto tiempo, cuando Artur Mas había encabezado al lista única del nacionalismo democrático, fue sustituido en unas horas por un tal Puigdemont, un perfecto desconocido en aquel momento, porque el otro personaje, que ya ejercía la presidencia de la Generalitat, no le caía bien a la militancia antisistema de la CUP, cuyos votos eran necesarios para la investidura (como ahora, por cierto).

El procedimiento abierto contra los promotores del golpe de mano es imparable y sería inconcebible, en términos democráticos, que alguien pretendiera cancelarlo. Otra cosa es que el propio sistema judicial valore con más comprensión lo ocurrido si el establishment político consigue apaciguar el conflicto y marcar caminos de futuro pacíficos y ajustados a Derecho. De ahí que el nacionalismo catalán deba sopesar con cuidado qué le conviene: si proseguir por el camino de la confrontación y la conflictividad „y presentar a Puigdemont es eso„ o si buscar sobre todo la normalización de las instituciones, recurriendo a líderes que no estén jurídicamente contaminados. Es claro que este último camino supone reconocer previamente el error, y esto siempre es algo políticamente doloroso, pero si el nacionalismo no se ha dado cuenta a estas alturas de que por esta vía de picaresca y marrullería no se logrará la independencia y se entrará además en un bucle de decadencia y malestar, será difícil que el conflicto se vuelva manejable. Deberían pensarlo los principales protagonistas en esta hora de extrema gravedad.

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