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Antonio Papell

Impulso recentralizador

Santi Vila, antiguo consejero de Cultura de Puigdemont que dimitió del cargo el día antes de la proclamación de la independencia, pidió este domingo en un artículo una rectificación general por ambas partes en el endiablado conflicto de Cataluña: a su juicio, los actores políticos españoles tienen que rectificar y abandonar cualquier tentación de asimilación o recentralizadora sobre Cataluña, a la vez que el soberanismo tiene que ser "autocrítico y saber rectificar" y "nunca más en democracia, volver a ir directamente ni seguir caminos unilaterales para dar respuesta a las aspiraciones ciudadanas por muy legítimas" que sean.

Bien está que personalidades provenientes del soberanismo irrumpan ahora con este discurso, que lamentablemente no es el mayoritario en el independentismo catalán, donde todavía las voces predominantes mantienen una provocación rompedora, unilateral y directamente ilegal. De cualquier modo, es incuestionable que cualquier solución del problema catalán pasa por el abandono de la vía unilateral por parte del independentismo y por un cambio de actitud de las fuerzas estatales con relación Cataluña, pero si se plantea esta dualidad en forma simétrica, se comete una injusticia y se bloquea cualquier solución.

En efecto, sería absurdo negar que ambas partes tienen su cuota de culpa en el grave desentendimiento. Si Aznar no hubiera despertado al monstruo en su segunda legislatura, que convirtió a ERC en una fuerza relevante; si el PSC-PSOE no hubiera experimentado una incomprensible deriva soberanista durante el mandato de Maragall; si el PP no hubiera atizado el fuego contra el Estatuto reformado ni tratado de manipular el Tribunal Constitucional, el incendio no se hubiera producido o hubiera quedado mucho más controlado. Pero dicho esto, no queda más remedio que poner de manifiesto una evidencia que modula todo lo anterior: en este contencioso, una de las partes, la independentista, se ha salido del terreno de juego democrático, ha orillado la Constitución y le ordenamiento vigente y ha intentado dar un golpe de Estado, de alcance y gravedad parecidas a los que dieron en los años treinta Macià y Companys. En términos políticos, la responsabilidad es de ambas partes, pero este equilibrio se desvanece y deja de contar desde el momento en que uno de los contendientes ha pretendido imponer por la fuerza al otro una determinada ruptura que representaría nada menos que el desmembramiento del Estado.

El golpe de Estado, que hubiera privado de la ciudadanía a más de la mitad de los catalanes, ha irritado, lógicamente, tanto a sus víctimas directas -los catalanes que no aceptan el maltrato a la Constitución ni la segregación de España- cuanto a mucha gente del resto del Estado español. Una encuesta realizada por el Instituto Elcano ha detectado, además de tal irritación, una mayor propensión recentralizadora y una negativa creciente a atender las reclamaciones de más autogobierno que formula un sector de la periferia. ¿Qué esperaban los golpistas? ¿Qué su agresiva desfachatez generara simpatías en el Estado y un movimiento masivo encaminado a satisfacer sus exorbitantes e insolidarias demandas? No sólo ha generado hostilidad la actitud de Cataluña sino que ha engendrado una reacción adversa al propio Estado autonómico: el porcentaje de electores que preferiría un Estado sin comunidades ha pasado del 9% al 21% desde 2015.

No hay que alarmarse, sin embargo. Las nuevas identidades regionales, autonómicas, han arraigado, y existe ya una personalidad madrileña, murciana o castellanomanchega que no genera conflictividad. Pero que nadie pida milagros: Cataluña debe regresar a una posición pacífica, en que las reclamaciones se formulen por las vías tasadas y la pluralidad se gestione con espíritu democrático y no con ánimo excluyente. Después de todo, el sentido común debería imponerse, y este advierte de que no habrá secesión porque no hay masa crítica para imponerla y de que el regreso a la normalidad no será espontáneo sino que requerirá un esfuerzo de razón y de voluntad que haríamos bien en iniciar cuanto antes. No habrá un reencuentro prodigioso pero ha de ser posible caminar de nuevo de la mano. Llevamos muchos siglos haciéndolo.

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