Diario de Mallorca

Diario de Mallorca

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

1984

El libro Fire and Fury ("Fuego y furia") del periodista neoyorkino Michael Wolff, que ha sido el escándalo editorial del pasado mes en Estados Unidos, tiene varias virtudes y algún defecto. El título, para un ensayo que se dedica a denostar a Donald Trump, es magnífico. Da idea de lo que está siendo la presidencia de este patoso ignorante vista desde la Casa Blanca y utiliza sus propias palabras de cuando prometió a Corea del Norte desencadenar fuego y furia si Pyongyang lo atacaba. Después de la promesa, sus propios mandos militares le hicieron desistir. Pero queda la impresión certera de que es así cómo es dirigida la presidencia de Estados Unidos con Trump a la cabeza.

Ocurre que Wolff no es un ensayista demasiado respetado por su rigor y fidelidad a las fuentes. Hay dudas sobre la credibilidad del relato. No puede olvidarse, sin embargo, que quien lo desmiente, el propio presidente y sus más íntimos colaboradores, tienen acreditado un historial de embustes, trolas y giros de 180 grados en sus solemnes manifestaciones. Luego está Steve Bannon, el ideólogo de ultraderecha enfrentado a Trump durante meses, que, se sugiere, es por despecho el inspirador del libro. Dicho lo cual, Fire and Fury es una lectura divertidísima.

Todo esto esconde, por otra parte, una verdad mayor. Como sugería hace días un articulista del New York Times, el libro de Wolff ha sido escrito para diversión de los que desprecian a Trump y se resienten de tenerlo de presidente, pero no hace mella en quienes son sus partidarios por ignorantes que sean. De hecho, ni lo leen. Les parecen simples calumnias.

A eso voy: hemos llegado a un punto en el que los contrarios no solo no se oyen, sino que ni siquiera escuchan. Los bandos enfrentados, sobre todo en política, se niegan a atender los argumentos del otro, hacen como que no se perciben. No es que uno los escuche y le parezcan inadmisibles: es que no están sobre la mesa para ninguno; son sencillamente inexistentes.

Cataluña, por ejemplo. Hace meses que los argumentos de unos y otros están anquilosados, son cada vez más rígidos y producen la frustración de que, por Dios, están ahí y nadie es capaz de ver sus méritos y no digamos discutirlos. Todos piensan igual de cerrilmente, sean constitucionalistas o independentistas.

El nacionalismo me parece una estupidez y una antigualla. Es contrario a la inevitable evolución de la humanidad hacia la sociedad abierta y la unión de intereses. La Historia enseña que es fuente de discordia y que su resultado último es la guerra. Pero es un hecho innegable que en Cataluña hay dos millones de ciudadanos que quieren la independencia (antes eran muchos menos pero la torpeza del gobierno central ha contribuido a multiplicarlos). Podrá parecerme irracional su sentimiento pero no es ilegal y cualquiera tiene perfecto derecho a defenderlo. No por eso voy a darle con la puerta en las narices. La cerrazón del gobierno de España los ha llevado al victimismo, primero, a la invención de las razones que los asisten, después, y finalmente al aprovechamiento de los resortes que han obtenido en las urnas. En última instancia, también los ha llevado a infringir la ley en esa zona gris que juega con su aceptación solo cuando les conviene.

Enfrente está el otro sordo, el gobierno en Madrid. Opina como si las cosas hubieran sido siempre igual de violentas, igual de enemigas. Es verdad que ahora los soberanistas han llevado sus pretensiones hasta la ilegalidad. Pero no ha sido así siempre. Un diálogo abierto desde el principio habría contribuido al entendimiento, a la generosidad y a las concesiones mutuas: la política es la política y su judicialización es un error grave cometido por el PP. Con esa actitud, Mariano Rajoy le ha hecho un flaco favor a Inés Arrimadas. Pero convertir la lengua y cultura catalanas en razón última de la estatalidad es una sinrazón (y más aún en una Europa que aspira a convertirse en una entidad única, como recordó inteligentemente la profesora danesa Wind cuando arrinconó a Puigdemont en la universidad de Copenhague). ¿Cómo puede haber políticos catalanes, aun sordos, que creen realmente posible que una República catalana sea acogida por la UE con los brazos abiertos?

Todo lo demás son maniobras circenses. Por ejemplo, la pretensión de que Puigdemont sea instaurado telemáticamente. Una broma que recuerda irresistiblemente al Gran Hermano que en 1984, la angustiosa novela de George Orwell, todo lo vigilaba y controlaba mediante una pantalla de televisión instalada en cada casa hasta la sumisión de cada ciudadano, que además solo podía pensar y hablar igual que los demás.

Compartir el artículo

stats