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Mercè  Marrero

La suerte de besar

Mercè Marrero Fuster

El miedo, un mal compañero de viaje

Los miedos que son mecanismos de supervivencia y protección son necesarios. Los que surgen como setas y nos hacen esclavos y seres angustiados son altamente innecesarios. A esos me refiero. A los nefastos compañeros de viaje.

Hay miedos y miedos. Algunos nos protegen y son nuestros aliados para la supervivencia. Por miedo no cruzamos una autopista o no nos lanzamos a unas llamas. Bienvenidos sean éstos. Otros miedos, los más abundantes, nos dan simple y llanamente mala vida. A estos me remito.

Los temores nos acompañan desde bien temprano. El coco que viene cada noche, el monstruo que espera agazapado debajo de la cama, pasar por delante de un cementerio, la oscuridad o el sonido de unos pasos lejanos en un callejón. Y esto no es más que el principio. A medida que crecemos incorporamos a nuestra mochila miedos muy pero que muy inútiles. Una colección de sinsentidos que no nos protegen de nada y que solo tienen la virtud de paralizarnos e impedir que gestionemos el día a día de la mejor manera posible.

Nos da miedo envejecer, pero la alternativa de no hacerlo es más aterradora. Le tememos a la enfermedad, al sufrimiento, a la soledad, a la muerte. Todo muy lógico salvo cuando los temores son infundados. Es el temor por el temor. Porque sí. Antes de que suceda, e incluso con muchas posibilidades de que finalmente no llegue a suceder nada de nada, nos angustia la posibilidad de sufrir un fallo cardiaco, de padecer una enfermedad neurodegenerativa o de descubrir un bulto en cualquier lugar de nuestro cuerpo. Somos carne de cañón para los expertos en marketing de la salud, que consiguen vendernos todo tipo de productos y alimentos enriquecidos. El miedo nos hace esclavos. Deseamos vivir y, por supuesto, con un mínimo de seguridad y bienestar. La mera posibilidad de imaginarnos en la cola del paro hace que se disparen todas las alarmas. La hipoteca, las facturas, los colegios, la expulsión social? Y suma y sigue. Noches insomnes cargadas de "¿y si tal?, ¿y si cuál?".

En el plano de las relaciones humanas tampoco nos libramos de las sanguijuelas de los miedos. Porque no queremos ser rechazados callamos, o hablamos de más, o no nos mostramos tal y como somos, o somos cobardes, o un largo etcétera. A veces, nos enamoramos hasta las trancas una noche en un bar. El miedo a perder la oportunidad hace que saltemos al vacío y le pidamos el teléfono. O el miedo a que no sea recíproco nos amilana y decidimos abandonarnos al azar. A veces, dejamos de estar enamorados y el temor a decir la verdad, a equivocarnos y a hacer daño nos hace callar. El miedo tiene demasiadas caras y el verdadero problema radica en que es que es muy fácil habituarse a él. Un día te das cuenta de que llevas una eternidad conviviendo con un mal compañero de viaje. Al margen de los miedos permitidos para una buena vida, esos que te protegen de cruzar una autopista en hora punta, del resto vale la pena ir desprendiéndose. Si dicen, que digan. Si piensan, que piensen. Si dejan de querernos, ya viviremos el duelo y si envejecemos de una buena y bella manera estamos de enhorabuena. Puede que el miedo del malo, de ése que nos paraliza, nos recuerde cuán aferrados estamos a la vida. Pero desde luego, con esas angustias no hay quien viva y de la muerte nadie nos salvará. Así que, pasemos, veamos y, sobre todo, disfrutemos.

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