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Daniel Capó

Necesitado de votos

Hablamos mucho de populismo y poco de demagogia. Son fenómenos independientes, no siempre fácilmente distinguibles. El discurso populista se caracteriza por una nítida división entre buenos y malos; entre la casta y las elites; entre el pueblo auténtico, que encarna todas las virtudes, y un pueblo falso que pacta con el poder -o con una ideología opresora- a cambio de gozar de algún privilegio. El populismo se acerca más a los planteamientos de los actuales partidos de extrema izquierda o de ultraderecha que han surgido recientemente en Europa, o a los nuevos relatos de raíz identitaria, que a la socialdemocracia clásica, la democracia cristiana o el liberal conservadurismo. La demagogia, en cambio, se refiere al uso indiscriminado de promesas falsas como arma electoral. Se trataría de una técnica de captación de votos que apela a argumentos poco sofisticados y promete resolver problemas complejos. En ocasiones Obama pudo hablar como un demagogo, pero nunca como un populista; el populismo en los discursos de Trump, sin embargo, resulta constante. Macron puede utilizar la demagogia, Le Pen es populista. En España no podemos obviar tampoco esta distinción, porque nuestra vida política padece ambos males. A veces sospecho que de forma inconsciente, como consecuencia del gran descenso en el nivel del debate público y la selección de los cuadros dirigentes. En otras, claro está, de modo bien consciente.

Un último ejemplo del uso de la demagogia en nuestro país lo encontramos en la reciente propuesta del PSOE de aplicar nuevos impuestos a la banca con el objetivo de poder subir las pensiones. Todos sabemos que su viabilidad futura constituye uno de los problemas clave para las próximas generaciones, pero precisamente esta realidad incontestable es la que convierte en más perentoria la necesidad de llevar a cabo un análisis mucho más fino, que no recurra a la maldad intrínseca de las corporaciones financieras. Sin embargo, la demagogia es doble en este caso porque el PSOE no plantea el debate en términos de futuro, sino en clave electoral. Los jubilados votan masivamente y la promesa de incrementar las pensiones -tras años de hibernación- resulta un gancho atractivo. La cuestión estriba en que no es algo prioritario. Ni tampoco justo, seguramente, en el actual contexto de estrecheces económicas.

Las necesidades del futuro no siempre coinciden con las urgencias del corto plazo. De la crisis hemos salido todos debilitados, pero unos mucho más que otros, como ponen de manifiesto los datos sociológicos. La precariedad laboral, los sueldos bajos, la falta de empleo se han cebado especialmente en los jóvenes y en las familias. La subida en la afiliación no logra estabilizar los números de la Seguridad Social, sobre todo por la tendencia deflacionaria de los nuevos salarios. En términos generales, el Estado del bienestar redistribuye los presupuestos de una forma más generosa hacia arriba -pensionistas y jubilados- que hacia abajo. Desde luego, la cohesión social se resiente de estas políticas, porque se basan en la idea de un reequilibrio razonable que actúe como elemento estabilizador y de progreso. Se trata de un pacto generacional y también de equidad, que se refuerzan mutuamente. De hecho, lo lógico en estos momentos -aunque no resultase tan rentable electoralmente- sería incrementar la inversión en los jóvenes y en las familias -políticas públicas de alquiler, complementos salariales a las rentas más bajas, becas y guarderías, ayudas directas por hijo, mejoras en la formación profesional, etc.-, mientras se estabiliza y se consolida a largo plazo el modelo de la Seguridad Social. Pero para ello deberíamos dejar de lado en primer lugar la demagogia: tarea nada sencilla para un PP y un PSOE necesitados de votos.

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