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Antonio Papell

Entre Mas y Puigdemont

Artur Mas se ha marchado dejando una carga de profundidad en su propia vacante: las elecciones del 21-D no dieron a los independentistas una mayoría suficiente para "imponer nada". JxCat, ERC y la CUP obtuvieron 70 diputados, pero no llegaron al 50% de votos (47,5%). En consecuencia, ha concluido Mas, hace falta un Govern "estable" que permita una "legislatura larga". Mas ha dicho estas cosas poco antes de despedirse del primer plano de la política para afrontar el penoso futuro judicial que le aguarda: probablemente inhabilitado en firme por el Supremo dentro de poco, tiene sus bienes embargados y podría ser encausado como participante en la conspiración del 1-O. También discretamente, Carles Mundó ha renunciado a ser parlamentario y se ha marchado a su bufete jurídico en medio de un atronador silencio.

Pero Puigdemont no está dispuesto a escuchar estas malas noticias, porque en la práctica le excluyen: sabe que su lugar está en el exilio permanente o en la cárcel, y está dispuesto a cualquier cosa para mantener la ficción de que es capaz de evitar esta ineludible dicotomía, aunque ello perjudique seriamente a todos sus conmilitones, e indirectamente a toda Cataluña puesto que la condena a más inestabilidad y más zozobra.

Una de las opciones que maneja el expresidente y su entorno, de espaldas al núcleo duro del PDeCAT, es hacerse investir telemáticamente y regresar después para que al ser detenido pueda exhibir su título? que será lógicamente irrelevante a efectos jurídicos. ¿Y a efectos políticos? Pues tampoco pesará demasiado, ya que las instituciones de autogobierno de Cataluña han sido desacreditadas por Puigdemont y los suyos, quienes violaron sus normas de funcionamiento para llevar a cabo una gran arbitrariedad. Ayer se hablaba de que Puigdemont y ERC habían acordado ya esa investidura a distancia (si se lograse evitar el bloqueo legal), pero se producían desmentidos que demuestran que el independentismo está muy agrietado.

Pero volvamos un momento al procedimiento, a esta supuesta investidura por vídeoconferencia o por Skype o por cualquier otro medio semejante. La idea es evidentemente peregrina, y aunque en este momento Puigdemont está en posesión de todos sus derechos políticos, lo lógico y lo que está en el espíritu de los reglamentos parlamentarios que son de aplicación al caso es la obligación de que el candidato esté presente y debata con las fuerzas parlamentarias su acceso al gobierno. Lógicamente, ningún reglamento puede prever lo exótico, por lo que nadie debe buscar la prohibición expresa de tal fórmula, pero no significa que resulte aceptable. Y si la Mesa del Parlament, que seguramente se constituirá con mayoría soberanista, decidiera otra cosa, estaría dando el primer paso hacia una nueva vulneración del estado de derecho que, previa intervención del Tribunal Constitucional, justificaría nuevas medidas al amparo del artículo 155 de la Constitución. A estas alturas, el papel de los servicios jurídicos de la Cámara catalana es irrelevante.

Ya es hora de que el independentismo reconozca, como ha hecho tardíamente Mas, que no tiene sentido reiterar otra vez la tentativa de avanzar por la senda soberanista hasta que se estrelle el intento en la negativa cerrada del Estado. Porque ahora será el poder judicial, directamente, el que desarrolle la lógica de la nueva situación. La única manera, en fin, de que las instituciones catalanas revivan y recuperen la funcionalidad y el prestigio, permitiendo que Cataluña reingrese paulatinamente en la normalidad perdida, es apartando de ellas a quienes, tras infringir el ordenamiento, están o van a estar en prisión preventiva, y no podrán por tanto cumplir con sus obligaciones parlamentarias y/o ejecutivas. Si no se acepta esta realidad, si prevalece la tesis pintoresca de Puigdemont de que él es quien tiene toda la legitimidad de forma que nada ha cambiado, si el independentismo minoritario quiere sobreponerse a la mayoría, habrá llanto y crujir de dientes. Bien es verdad que las consecuencias serán negativas para todos, en mayor o menor medida, porque la agitación y la desazón serán generales en todo el Estado, pero en última instancia quienes provoquen el esperpento acabarán pagando en todos sentidos -también en el social y en el moral- el daño que causen a la colectividad.

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