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Pilar Garcés

El desliz

Pilar Garcés

Asómese al balcón, señor alcalde

Antoni Noguera ha nacido para la gloria, a tenor de sus grandilocuentes augurios para el año preelectoral que acaba de empezar. Gobernar mirando a la posteridad tiene sus riesgos, como bien demostró Jaume Matas. Para su tranquilidad, nos conformaríamos con el reto humilde de lograr una ciudad limpia y amable.

Sin entusiasmo no se debe gobernar. La pasión es ingrediente imprescindible de la acción pública. Un frenesí a tiempo puede marcar la diferencia entre atreverse a sacar adelante un proyecto revolucionario o aparcarlo. Dicho esto, los propósitos de Año Nuevo suelen acabar en la cuesta de enero. Pagas tres meses de gimnasio, tiras todo el tabaco, haces acopio de brécol y al cabo de dos semanas ya estás de nuevo posponiendo el momento de ir a comprar un chándal cuya cinturilla no apriete tanto para emprender la primera tanda de flexiones. El alcalde econacionalista de Palma hizo un discurso de exaltación del año preelectoral que comienza con motivo de la pasada Festa de l'Estendard, en el que anunció que Palma experimentará en 2018 la mayor transformación social y urbana de su historia. ¿Un cambio más drástico que el propiciado cuando se demolieron las murallas, o se creó el Parc de la Mar, o se dibujó la Vía de Cintura? Eso augura la máxima autoridad. Aunque cualquiera entiende que no hay juerga de Nochevieja que se precie sin su castillo de fuegos artificiales le han llovido a Antoni Noguera calificativos como demagogo, megalómano o vendedor de crecepelo porque no existe nada en marcha que justifique ni remotamente un subidón de estas proporciones. Resulta incluso tierno demostrar la ambición de dejar una huella imperecedera en tu entorno, los retos elevados engrandecen. Sin embargo, cabe recordarle a Noguera, y a su otra mitad, el exalcalde socialista José Hila, que ya han modificado radicalmente la fisonomía y el alma de su ciudad y la nuestra. Basta que se asomen al balcón de la casa consistorial y comprobarán que han hecho historia. Nunca antes ningún primer edil vio desde tan ilustre atalaya un Starbucks ahí abajo, en la plaza de Cort. No sé si es un sueño hecho realidad, o si el dato entraría en una enciclopedia, pero ahí está.

A muchos nos daría un bajón salir al balcón del ayuntamiento a colgar el lazo de turno por el fin benéfico de turno y observar el avance implacable de las marcas que igualan esta ciudad con cualquier otra, la pérdida de identidad; todos esos plásticos en las fachadas y el olivo cercado por una pila de barreras para protegerlo de la mala educación de propios y visitantes. Si, como argumentó el arquitecto Mies van der Rohe, Dios está en los detalles, Palma nunca ha sido más laica que en el presente. Con su suciedad galopante y su circulación agobiante, con el ruido creciendo y las aceras impracticables, con una escala tan poco humana y tan despreocupada de sus vecinos. Un detalle es la bola de toallitas y plásticos que suele adornar la playa de Can Pere Antoni, y que con un poco de tiempo se hará tan grande que tapará las vistas del Palau de Congressos, la magna obra cuya inauguración constituirá el punto central de la legislatura. Otro detalle es la desesperación de las familias que buscan un alquiler en medio de la burbuja de usura que sufrimos. A lo mejor es que nos fijamos en las minucias y no en el conjunto porque no hemos nacido para la gloria. Pero es que el gobierno municipal es el de las pequeñas cosas. El que pone más bancos, más sombras, más parques para los niños, más autobuses, más fuentes, algún baño público. El que pinta las farolas, vacía las papeleras y retira los excrementos caninos de las aceras. El que mira con amor a sus barrios vulnerables, y no los convierte en aparcamientos de contenedores de la basura, como le ha pasado a Nou Llevant. La única transformación radical que precisa Palma consiste en que quienes la gestionan trabajen para que sea habitable hoy, y no mañana.

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