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Figuraciones mías

En una galaxia muy, muy lejana

Hace unos años, si te gustaba la música, te comprabas discos hasta reunir una buena discoteca. Hoy, es todo tan complicado que le dan a una ganas de no volver a escuchar música en la vida: hazte una cuenta en Spotify, confecciona tu playlist, bájate las canciones de la nube, comprueba que el formato es el correcto, conecta el iPod, exporta y, entre una cosa y otra, muchos "cancelar" y "más tarde" y "siguiente" y rollos. En fin, que si eres un muñón informático como yo, acabas por poner tus viejos cedés una y otra vez.

La vida de los nacidos en la era preinformática es un continuo sobresalto: todo cambia, nada permanece y ahí estamos nosotros, siempre corriendo, intentando ponernos al día a trompicones, buscando cables HDMI y amplificadores de wifi y cacharros Google Chrome en las tiendas de eléctrónica y molestando a los amigos más jóvenes para que te expliquen, por el amor de Dios, cómo puedes ver una dichosa serie de Netflix en tu televisor. Recuerdo cuando una serie la ponían por la tele y santas pascuas. ¿Querías ver Los gozos y las sombras? Pues ponías la tele los martes a las diez. Era todo de una simplicidad que desarmaba.

Tengo cincuenta años y una mente rígida que no se adapta bien a esta continua asunción de novedades. Habitualmente atravieso un periodo de resistencia antes de claudicar ante otro deslumbrante avance. Claro que acabo por comprar las entradas de un espectáculo por Internet y guardarlas en el móvil, claro que termino por utilizar el autocheck-in en el aeropuerto, pero me cuesta un mundo. No dejo de añorar aquellos tiempos en los que la operación más sofisticada de la jornada era pagar el aparcamiento "por la máquina". Hace unos meses me decidí por fin a comprar un par de vestidos por Internet, pero no acerté con la talla. Los trámites para su devolución y posterior reintegro del dinero desembolsado me llevaron más tiempo y energía que si hubiera recorrido Jaume III arriba y abajo diecisiete veces.

Por eso me siento tan reconfortada ante las cosas que permanecen inmutables, sumergidas y en calma bajo la agitada superficie de la vida. Allí, meciéndome en aguas tranquilas, me siento a salvo, relajada.

El otro día fui con la familia a ver la última película de La guerra de las galaxias. Caminamos desde casa hasta el cine Augusta, nos encontramos con unos amigos bajo la marquesina, hicimos cola en la taquilla y compramos las entradas. Antes de entrar en la sala, nos detuvimos en el bar a comprar botellines de agua y palomitas. Nos acomodamos como pudimos en la sala abarrotada, se apagaron las luces y sonó la sintonía de Movierecord. ¡Estaba en casa! Todo era confortablemente conocido, nadie me exigía que me conectara a ningún sitio para descargar cosa alguna que me permitiera el acceso a tal servicio.

Sonó la música de 'Star Wars' y apareció en pantalla el ya legendario inicio: "Hace mucho tiempo, en una galaxia muy, muy lejana...". Las palabras se iban perdiendo en una lejanía poblada de estrellas y nebulosas mientras yo retrocedía en el tiempo y volvía a sentirme la niña de diez años que acudió con su padre al cine Born y que escuchó la sintonía de Movierecord y vio el anuncio de los carillones, se hartó de palomitas y se enamoró para siempre de Han Solo. Sentada en el Augusta, rogué por todas esas cosas que, entre convulsión y convulsión, permanecen en nuestra ciudad, en nuestra isla, y que albergan en su interior la capacidad de hacernos sentir como niños otra vez.

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