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Antonio Papell

Puigdemont, el obstáculo

Las elecciones catalanas han serenado hasta cierto punto el ambiente político, han relajado los ánimos y han aliviado la presión que la ciudadanía ha experimentado durante el procés. La aplicación del artículo 155 de la Constitución, aunque opinable en su desarrollo -quizá hubiera sido mejor aplazar unos meses las elecciones para dar lugar a una recapacitación más intensa, pero no hay pruebas de ello-, ha mostrado a todos la fortaleza imponente del Estado democrático y de Derecho. Y a partir de ahora, el principio de legalidad será menos controvertible para quienes lo han desconocido en este viaje penoso a la arbitrariedad y a dos referéndums ilegales. Sin embargo, la fuga de Puigdemont ha complicado el desarrollo pacífico y normal de los acontecimientos porque, al haberse hurtado de la acción de la Justicia, ya no podrá beneficiarse de una libertad condicional como la que, muy probablemente, disfrutarán a corto plazo Junqueras y los otros dos electos encarcelados. Es previsible que si Puigdemont regresa sea inmediatamente detenido sin que pueda acogerse a la libertad condicional porque el riesgo de fuga ya no sería ni siquiera hipotético. Y si no lo hace, introducirá al soberanismo en un vodevil, en el supuesto de que fuese legalmente posible investirle y de que haya algún modo de obviar el hecho trascendente de que los soberanistas tienen a cinco parlamentarios electos fuera de España y a otros tres en prisión.

En cualquier caso, la huida de Puigdemont excluye la posibilidad de que juegue un papel institucional activo a corto plazo en Cataluña y le condena a la estridencia absurda y sin futuro (es evidente que todas las fuerzas políticas, incluida la suya, interpretan su retórica como meramente simbólica puesto que han aceptado en la práctica participar en un proceso electivo en las condiciones que marca el ordenamiento vigente).

Con todo, el discurso que mantienen personajes de la cúpula de JxCat, con Puigdemont al frente, que sostienen la tesis de que hay que "restaurar" el "gobierno legítimo", descabalgado ilegalmente por el 155, es un mal presagio ya que cualquier solución con futuro ha de pasar por el acatamiento del marco constitucional por parte de todos los actores. Es decir, si el independentismo quiere persistir en su aspiración secesionista, deberá hacerlo dentro de la ley y no tendrá más remedio que intentar la reforma constitucional o que -sería lo más inteligente- aplazar de momento este designio y centrarse en conseguir el mejor acomodo para Cataluña en el Estado compuesto que es España y que ofrece grandes márgenes de mejora, dejando para más adelante el programa máximo de ruptura. Sin ir más lejos, hay que negociar cuanto antes el modelo de financiación autonómica, en el que Cataluña debería plantear sus reivindicaciones; y se abre un vasto campo a la modernización de la actual carta magna, que debería mirar hacia modelos foráneos de éxito, como el federalismo alemán.

Lo ideal, en definitiva, sería que las circunstancias excepcionales que estamos viviendo dieran lugar a alguna fórmula de gobierno de concentración -el PSC y los Comunes podrían ser comodines en cualquiera de los sentidos posibles— que abriera paso a una distensión, a la búsqueda de nuevos caminos. El estancamiento del número de votos soberanistas demuestra que se ha estabilizado un relevante sector que sin embargo no representa una mayoría bastante para aspirar con fundamento a la ruptura. Y esta situación de bloqueo no debería condenarnos a la inmovilidad y a la parálisis. Porque a la vista está que si se repitiese el ciclo, tampoco se desharía el empate que hoy hace de Cataluña una comunidad trágicamente dividida en dos.

Para evitarlo, son los nacionalistas quienes deberían dar los primeros pasos, dando la espalda a quienes, con Puigdemont al frente, mantienen intacto el trágala porque personalmente no tienen otra opción. Es triste que el expresidente de la Generalitat haya de optar en el ingrato dilema entre la irrelevancia o la cárcel, pero cada cual es hijo de sus propias obras.

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