El debate entre libertad absoluta y una regulación más o menos estricta de la economía de mercado forma parte, casi desde sus orígenes, de las dinámicas del capitalismo, sin que ninguna escuela de pensamiento haya logrado dar con una respuesta definitiva. Como suele suceder en estos casos, la experiencia acumulada constituye una guía adecuada para orientarse en una sociedad que ha hecho del cambio y de la transformación uno de sus principales motores. Encontrar un sano equilibrio entre el ideal y el campo mucho más estrecho de lo posible debe animar el debate político, más allá de cualquier otra interferencia interesada. Este es, sin duda, el caso del importante Plan de Equipamientos Comerciales para la isla de Mallorca, que debate el Consell, y que se une a la revisión del Plan Territorial de Mallorca, que marcarán de forma importante nuestro futuro desarrollo urbanístico y económico.

La actual geografía de la inteligencia que premia a las ciudades de éxito frente a sus periferias ofrece algunas particularidades significativas en Mallorca. En primer lugar, porque el tamaño de la isla plantea cuestiones obvias de crecimiento, que animan a implementar unos límites claros. En segundo lugar, la fluidez en las comunicaciones entre la part forana y Palma -unido al prestigio global de la marca Mallorca- facilita concebir Mallorca como un espacio único, que evite los riesgos inherentes a la macrocefalia característica de muchas ciudades. Resulta, por tanto, especialmente atractivo pensar Mallorca como una gran red urbana y periurbana que se equilibra y se potencia mutuamente.

Algunas de las propuestas que se sugieren tanto en el Plan de Equipamientos Comerciales como en la revisión del Territorial de Mallorca apuntan en esta dirección. Por una parte, limitar claramente el crecimiento urbanístico fijando cupos de crecimiento municipal y creando la figura de Integración Paisajística para edificar en rústico. Por el otro, potenciar Inca y Manacor como áreas preferentes en cuanto a la creación de nuevas zonas comerciales y de ocio, frente a Palma, a la que se impondrían condiciones y filtros especialmente exigentes a la hora de abrir nuevas grandes superficies. Parece lógico pensar que una mayor capilaridad comercial favorecerá los equilibrios territoriales y permitirá sumar flujos positivos a la economía.

En todo caso, potenciar la descentralización de la isla supone también reclamar una mayor descentralización de la administración autonómica, así como seguir apostando por mejores infraestructuras públicas en la part forana. Un ejemplo claro lo constituye el impacto que supuso para Inca y Manacor, la puesta en marcha de sus respectivos hospitales comarcales, tanto en lo que concierne a la calidad de vida como en lo que se refiere al empleo y la redistribución económica. Descentralizar supone además acercar la gestión concreta a los ciudadanos, de modo que el control también resulte mucho más cercano.

En un ecosistema frágil como es el insular, la necesidad de llegar a soluciones inteligentes constituye un imperativo indiscutible. Entran en juego la sostenibilidad del medio ambiente, las políticas de transporte -público y privado-, el crecimiento urbanístico de los distintos municipios y el marco general de un crecimiento económico razonable para las próximas décadas, que no deje de lado la necesaria cohesión social y territorial. No son debates que tengamos que cerrar en falso.