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Ermitaño

Hay palabras que de pronto desaparecen del vocabulario habitual. Y no es que desaparezcan por designar objetos que ya no se usan -como el miriñaque o el velocípedo o el fax-, sino porque nadie es consciente de que todavía sirvan para denominar cosas que existen. La palabra "ermitaño" es una de ellas. Si aún se usa en alguna rara ocasión, es para nombrar a alguien que lleva una vida retirada, lejos del mundanal ruido, como hace años se denominaba a Cristóbal Serra. "El ermitaño mallorquín", se decía, pero "ermitaño" no se usaba en su sentido natural, sino para denominar a alguien que era un "raro" o un "heterodoxo", nada más. Esa palabra también se usa ahora para referirse a Sánchez Ferlosio, otro ermitaño, otro personaje que vive al margen de todas las convenciones de la época moderna.

Pero de los que nadie habla, aunque todavía existen, es de los ermitaños reales. De esos hombres que viven aislados del mundo y dedicados a la oración. De esos hombres que han sabido crearse un mundo autosuficiente en el que importan muy pocas cosas: la meditación, los paseos por el campo, los rezos, los cantos litúrgicos, nada más. En el siglo XVI los ermitaños vivían casi igual que ahora, con sus breviarios y sus cestos de mimbre y sus túnicas de estameña, y supongo que a los ermitaños les gusta que sea así. Hay que tener una portentosa fortaleza interior para hacerse ermitaño. Y hay que saber que la contemplación y la vida austera son dos formas imbatibles de alcanzar un razonable grado de sabiduría. Hay gente que se va a un ashram de la Índia a descubrir la verdad de la vida, o que hace yoga tántrico, o que decide hacerse vegano y animalista y homeópata, pero los ermitaños no necesitan nada de eso. Les basta con un paisaje elemental y con una dosis mínima de tranquilidad y silencio. Y con la oración, esa otra forma de meditar y de darle sentido a la vida.

Hace casi una semana, el hermano Benet, de la ermita de la Trinitat, en Valldemossa, salió a buscar musgo para el belén y nunca regresó. Por lo que parece, se cayó en algún lugar de la montaña y murió de frío. Hay gente que se ha reído del hermano Benet, pero me pregunto si es posible hallar una muerte tan hermosa como la que él tuvo: buscando musgo para el belén, en el día de Nochebuena, y en la misma montaña en la que llevaba viviendo muchos años. Morir de frío, dicen los que saben de eso, es una muerte dulce que llega muy despacio, suavemente. El hermano Benet tuvo tiempo de rezar sus oraciones y quizá hasta cantó algo. Yo estoy seguro de eso, de que mientras yacía en el barranco esperando la muerte -porque él sabía que venía la muerte- se puso a cantar, pero no porque tuviera miedo, no, en absoluto, sino porque daba gracias por haber tenido una muerte así, tan hermosa, tan sencilla, con su cesto caído con el musgo recogido para el belén, en la misma montaña que tanto había amado y recorrido cuando era más joven. Y por eso se puso a cantar algo que le resultaba muy querido -un canto de vísperas, o Sor Tomasseta, o una de las cançons de bressol que le cantaba su madre- y así fue esperando que el frío ascendiera poco a poco por su cuerpo, despacio, muy despacio, igual que sus manos cuando colocaban el musgo sobre los corchos del belén.

Hace años pasé el fin de año en una casa cerca del lugar donde desapareció el hermano Benet. El paraje se llamaba sa Font de ses Cabres y no aparece en Google Maps. Mejor así. La casa era pequeña y rústica y tenía estropeado el termo del agua caliente (a mi hija tuvimos que bañarla en agua helada, pero aguantó y ahí sigue). Era la nochevieja del milenio, cuando los bulos y la postverdad de entonces -que todavía no existía oficialmente- aseguraban que todos los ordenadores dejarían de funcionar a las 00:01 horas del nuevo milenio. En la casa de sa Font de ses Cabres todo aquello sonaba mucho más ridículo que en cualquier otro sitio. Uno miraba los olivos, y el mar lejano, y escuchaba el ulular de un búho que se pasaba a dar las buenas noches, y de pronto no había milenios ni ordenadores ni profecías mayas ni nada que se le pareciera. Ése era el mundo de los ermitaños. Ése era el mundo del hermano Benet.

Asombrosamente, hay gente que se ha burlado del hermano Benet, y también ha habido gente que ha lamentado su suerte, pero yo creo que el hermano Benet ha sido afortunado y ha tenido la muerte que se merecía. Morir de frío, en la montaña, cuando uno ha salido a buscar musgo, es lo que se merece alguien que ha consagrado su vida a la oración y al silencio. Sin hospitales, sin deterioro físico, sin UCI, sin agonías. Y si quieren que les diga la verdad, ya me gustaría a mí morir así, aunque no creo haberme merecido esa muerte tan hermosa, esa muerte de ermitaño.

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