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El Juez

En sus guardias, jamás he percibido un mal tono, un mal gesto de su parte, muy al contrario, siempre ajustadamente afable

Uno tiene que andarse con ojo cuando osa plasmar sobre papel algo agradable de alguna persona en los tiempos que corren; se arriesga el escribidor a pasar por arribista, por carne del imperante clientelismo, por buscón de algún a buenaventura o favor, o peor aún de ser un puro pelotillero de agasajado. Cuando el que decide versar las virtudes del destinatario de la loa es, como es el caso, abogado en ejercicio, y de quien se pretende hacer el panegírico tiene como primera ocupación la de juez, pues esa es condición que no se pierde con la jubilación, la cosa todavía se tuerce más pues con seguridad provocará la sonrisa socarrona y quizá hasta malpensada de algún colega, el comentario artero de ciertas personas quisquillosas y hasta puede sufrir alguna consecuencia en forma de manifestación de protesta tan de moda en estos días; pero, en fin, correremos el riesgo.

A estas alturas ya habrán vislumbrado los que anden surtidos de perspicacia que de quien tratan estas líneas es de don José Castro Aragón que ayer mismo paso a mejor vida, mejor dicho, a una más plácida existencia, lejos de las murgas de juzgado, de los papeles diarios, de los expedientes y de los sumarios, de los comentarios de unos y de otros en asuntos de pedigrí "revisteríl" y de eso que llaman el ámbito judicial. Este pasado martes decidió don José que ya estaba bien de soportarnos y nos mando recado que aquí nos quedábamos, porque él tenía la faltriquera ahíta de tanto estruendo puñetero; en el intercambio de saludos que la despedida aconsejaba creo que le manifesté no sin cierto pudor, que por mi parte su no presencia, que no ausencia, se echaría a faltar y él con su habitual bonhomía me dijo: "Si escribes algo de mí que sea malo". Pues no será, y es que percibo que ni rebuscando puedo conseguir hallar algo pedregoso, molesto, fuera de lugar, descortés o prepotente que pueda, tan siquiera un ápice, disimular mi respeto, admiración y, si él me lo permite, amistad que vienen necesariamente a restar la, generalmente, adecuada distancia requerida para estos casos.

En los más de veinte años que, si las cuentas no me fallan, he tenido el placer, pues placer ha sido, de cumplir mis deberes leguleyos en sus juzgados, en sus guardias, jamás he percibido un mal tono, un mal gesto de su parte, muy al contrario, siempre ajustadamente afable, sin perder la compostura que el cargo exigía o la distancia que impone su profesión y aún detrás, en ocasiones, de la aparente seriedad no consigue disimularse, aquí y allá, una chispa de su nada desdeñable sentido del humor.

No teman, no voy a ponerme solemne ni extenderme en comentarios sobre su labor como juez, esa es misión que dejo a otros mejor preparados que quien suscribe, incluso ustedes mismos tendrán alguna opinión de las andanzas, de los asuntos que le han hecho público personaje muy a su pesar, aún cuando jamás ha desatendido a los medios, y de ello buena prueba pueden dar los caballeros y damas de la prensa que de cuando en cuando le han ido asaltando en los últimos tiempos; más prefiero quedarme con su personalidad, con su bonhomía, con sus buenas maneras, tan escasas en la profesión, pues yo no debo atreverme a decir si don José Castro Aragón es un buen juez o no, aun cuando de los requisitos que Charles Louis de Secondat solicitada de los buenos jueces, la decencia, el valor y el sentido común, su señoría ha dado cumplida y abundante prueba de atesorarlos, de lo que si estoy seguro es que por muy alta que pueda ser la calificación que se decida de su gestión profesional queda ésta muy por debajo de su calidad como persona, pues don José Castro es ante todo y después de todo buena gente. Y esa calidez humana, de la que no creo que nadie dude, la llevó a su entorno profesional, haciendo suya la cervantina conducta que Alonso Quijano recomendaba su escudero de que hallen en ti más compasión las lágrimas del pobre pero no más justicia que las informaciones del rico.

El juez Castro se nos jubiló, y eso me aporta prueba cumplida de que estos mis pareceres, no son constitutivos de intentado cohecho impropio en busca de torcer su voluntad a favor de mi cliente en el próximo litigio que pudiese haber correspondido a su juzgado, de su ya no titularidad; de todos modos recuerdo cuando escribo éstas palabras, lo cual me concede cierto desahogo que me aleja de cualquier sombra de compadreo, el hecho de que el magistrado don José Castro Aragón, como el muy bien debe recordar, ha sido el único juez en toda mi carrera al que he hecho objeto de recusación procesal en mis labores como letrado y no olvido que cuando le comunique, atendiendo a la esperable cortesía profesional, mi decisión de tal hacer, me contestó poniéndome una mano sobre el hombro "ha hecho usted muy bien"; ese es José Castro. Yo creo que el juez Castro conocía el pensamiento de Clarence Darrow, admirado jurista estadounidense, que insistía en que perder la capacidad de reír es perder la capacidad de pensar, pensamiento que llevaba con persistencia a la práctica diaria.

Poco más me resta, y no por no tener más que añadir, que manifestarle que para mí ha sido un verdadero y real privilegio el poder compartir aventuras, días y eventos judiciales con él, que la experiencia de conocerle es enriquecedora y que su presencia en los pasillos y las salas de los juzgados de Vía Alemania se hará notar y que sepa, que lo sabe, que se le quiere. Ya ve su señoría que no cumplí su deseo de escribir algo malo sobre su persona que es lo que ahora más vende. Prometo cumplir mejor su consejo la próxima vez que se jubile.

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