Los grandes tendencias mundiales -la globalización y el impacto de la tecnología- están transformando el rostro de las sociedades, a lo que debemos añadir en Europa el imparable envejecimiento poblacional. Cada una de ellas causa unos efectos que, a su vez, obligan a llevar a cabo rápidos ajustes. La estabilidad social pierde fuelle frente a otros modelos más flexibles que premian la capacidad de adaptación. Un ejemplo, producto de la globalización y la aplicación de las nuevas tecnologías -y que nos afecta de lleno-, sería el encarecimiento de la vivienda como consecuencia del alquiler vacacional. La pérdida del poder negociador de los sindicatos o el boom del empleo freelance son otras de las características de este nuevo modelo social que prioriza de forma especial la flexibilidad y la inmediatez. Entre los sectores económicos más afectados por la revolución tecnológica se encuentra, precisamente, el del transporte, tanto de viajeros como de mercancías. De su importancia a nivel global nos habla una estadística reveladora: ningún otro sector económico ha generado históricamente más empleo en el mundo desarrollado. Pero, al mismo tiempo, los avances tecnológicos están provocando cambios profundos: de la amenaza futura del transporte robotizado -¿cuestión de décadas?- a la aparición de modelos de éxito como Uber o Cabify.

Esta semana, una sentencia del Tribunal de Justicia de la Unión Europea (TJUE), ha puesto una vez más sobre el tapete el debate sobre el transporte de viajeros. La sentencia ha supuesto una victoria parcial para el taxi, que ha visto reconocido que Uber de hecho actúa como empresa de transporte y no como una herramienta de economía colaborativa entre pasajeros. Con su dictamen, el TJUE ha establecido claramente el centro del debate, que pasa por admitir que Uber es, en efecto, un negocio de trasporte y que como tal debe ser regulado. El imperio de la ley supone precisamente que todos los actores deben jugar con las mismas cartas y que la seguridad jurídica supone un elemento clave para la libre competencia. Sin embargo, representaría un grave error pensar que empresas como Uber o Cabify constituyen un fenómeno transitorio, porque no es así.

Como sucede con muchos otros pseudomonopolios, al sector del taxi le cuesta aceptar que la nueva normalidad de la economía del siglo XXI pasa por un incremento de la competencia que sitúa al consumidor en el centro de la cadena de valor. Y más competencia significa mejores y más amplios servicios, precios con tendencia a la baja y una mayor transparencia tecnológica. Resistirse a estos cambios puede resultar rentable a corto plazo, pero difícilmente sostenible en periodos más largos. En este sentido, la oposición frontal hacia estos nuevos actores se encuentra condenada al fracaso.

Un dato interesante a considerar lo tuvimos el pasado miércoles en s’Arenal. Más de 800 taxistas se reunieron en el auditorio de La Porciúncula, convocados por la Federación Independiente del Taxi de Balears (Fitib), con el fin de desarrollar un proyecto de viabilidad para aprovechar las 700 licencias de vehículo de alquiler con conductor (VTC), con las que cuenta la Federación y que supondrían para el taxi balear la posibilidad de lanzarse a replicar el modelo de negocio de Uber. A principios de 2018, y a través de una consulta abierta a todo el sector, se tomará la decisión final, aunque los primeros indicios apuntan a que será aceptada. La gran lección que obtenemos es que el inmovilismo ya no representa una opción razonable. Y, por supuesto, que las reglas de juego deben ser equitativas e iguales para todos.