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Antonio Papell

Integración, como en Europa

Ha recordado el provecto y sabio economista Juan Velarde en una publicación reciente que la Unión Europea nació gracias a la superación de los nacionalismos del Viejo Continente. En efecto, en un artículo de respuesta a unas declaraciones de Josep Rull en las que este auguraba una vez más gran prosperidad a una Cataluña independiente, Velarde, tras recordarle que semejante escisión la dejaría fuera de la UE y por lo tanto abierta apenas a un mercado muy pequeño, ha traído a colación el ejemplo integrador europeo.

Konrad Adenauer -explica el articulista- era un nacionalista renano; Robert Schuman, francés aunque que de origen germano-luxemburgués, asistió a la reintegración a Francia de Alsacia-Lorena tras la Segunda Guerra Mundial, y conoció bien la confusión nacionalista de Centroeuropa; y De Gásperi, en Austria, era hijo de un importante funcionario y él mismo era un legislador en el Parlamento de Viena, pero el nacionalismo italiano planteó su vinculación con la secesión de toda una región italo-austriaca que hacía posible la llegada de ese Imperio al mar.

Sin embargo, estos tres visionarios, padres de la unidad de Europa, entendieron perfectamente que las veleidades nacionalistas del Viejo Continente habían engendrado monstruos como Hitler y Mussolini, que desencadenaron una gran tragedia mundial, aderezada con un genocidio sin precedentes en la historia de la humanidad. No sería justo equiparar el nacionalsocialismo hitleriano con los nacionalismos románticos que abundan en Europa, pero el germen malsano es idéntico: el nacionalismo prescinde de la magnanimidad que aportan el cosmopolitismo, la tolerancia y el respeto hacia el diferente, y sobre sus excesos se instala a menudo la tragedia. Y, en definitiva, Adenauer, Schuman y De Gasperi, apoyados por el socialista Spaak, engendraron primero el Benelux y más adelante acometieron el proyecto más ambicioso que jamás había intentado Europa, y que hoy es una pletórica y exultante realidad.

En nuestro país, el nacionalismo catalán está cuarteando no sólo la integridad territorial del Estado sino la plenitud con que la sociedad española, no muy politizada hasta hace poco (dicho sea en su elogio), ha acometido en las últimas décadas la tarea de desarrollarse y progresar. Ni nuestra crisis es la Segunda Guerra Mundial ni España es Europa, pero parece evidente que la salida de este atolladero debería pasar por la mitigación del nacionalismo centrífugo -y también del nacionalismo centrípeto, español- y la consecución de un pacto integrador de convivencia que nos dé acomodo a todos en Cataluña y en España. Cuando alemanes y franceses (o británicos) han sido capaces de superar la brutal confrontación que mantuvieron, no cabe alegar dificultades a la hora de recomponer los puentes entre Cataluña y el resto del Estado, si se llega a la conclusión de que el enfrentamiento ha sido una mala idea, por lo que es preciso iniciar un proceso inverso, que no sólo nos permita cerrar heridas sino que nos asegure la fraternidad futura. Porque el Mercado Común, después Comunidades Europeas, después Unión Europea, no sólo valió para recuperar la convivencia sino para asegurar que nunca más arderá Europa por el surgimiento de un volcán nacionalista.

Este planteamiento sólo tiene una dificultad: hay que encontrar a los Adenauer, Schumann, De Gasperi y Spaak? o nuestros políticos tiene que ponerse a su altura.

La matemática electoral que hemos visto en las encuestas no augura más que empate técnico entre las dos opciones predominantes y, a fin de cuentas, confusión y desconcierto. Ninguna sorpresa para quienes pensamos que la cuestión catalana no puede resolverse por el procedimiento de que las tesis de una mitad se impongan a las de la otra mitad. De ahí que haya que ir pensando en soluciones imaginativas en una mesa de conversaciones y negociación. En soluciones transversales y de concentración. Quizá la idea de una reforma constitucional que alumbre un nuevo modelo de organización territorial de corte federalizante pueda valer para abrir algunas vías de futuro. Vías que muy probablemente son las más apetecidas por una ciudadanía a la que una vez más se ha presionado para que tomara partido entre vectores antagónicos, pero que sin duda está, como casi siempre, por buscar la concordia.

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