La extensa cobertura estatal de las elecciones a la Generalitat omite que se trata de un espectáculo de aforo limitado. Solo se pronuncia una parte del territorio, por lo que la televisión se ha convertido en telepatía. Los catalanes no votan, nos votan. Se expresan en nuestro lugar y al mismo tiempo formulan la opinión que les merecemos, pueden definir el futuro de España entera. Mejor dicho, de Europa entera. Tal vez se les ha concedido una responsabilidad y un poder excesivos. Unas generales hubieran repartido con mayor equidad la decisión sobre el destino pactado del país.
El error de partida consiste en olvidar que el 155 somete al Govern, pero no a los gobernados. Según las pautas vigentes de momento, hay que convencerlos. La vicepresidenta del Gobierno presume de haber enviado a políticos democráticamente elegidos a la cárcel, lo cual no siempre es una gran idea cuando han de votarle los vecinos de los encarcelados. El jueves se decidirá asimismo si Rajoy hubiera tenido más efecto votando en Cataluña que haciendo campaña a favor de su partido, porque ninguna encuesta demuestra que haya sumado un solo voto con su despliegue de último minuto.
Las elecciones son una gran idea si las ganas. Ni Rajoy cree ya en una victoria siquiera simbólica de sus siglas, y tiene que apostar a que Arrimadas o Iceta enmienden la percepción de que su convocatoria solo ratificará la obstinación del enemigo. Quienes celebraron el 21D como una maniobra magistral, se desmarcan ahora cuidadosamente de la convocatoria impuesta por Bruselas. Una cuota significativa de votantes españoles cederían su derecho de sufragio en las generales a cambio de disponer de voto a la Casa Blanca. Por primera vez, se apuntarían al ámbito menor de la Generalitat. De todas formas, ni el voto útil garantiza unas elecciones útiles, por lo que el jueves solo se celebra la primera vuelta de las catalanas. A falta de pactos, resurgirá la tentación de tildar de delincuentes a quienes no voten según lo previsto.
