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Daniel Capó

Los síntomas de un malestar

El populismo constituye tanto un síntoma como una causa. Su aparición pone en peligro el funcionamiento de la democracia, pero al mismo tiempo señala un malestar real y legítimo que recorre la sociedad: los trabajos miserables y la pérdida de cohesión social, la transmutación de los valores tradicionales y el victimismo como palanca ideológica, la nueva fractura de clase y los imparables flujos migratorios que ocasionan cambios abruptos en la fisionomía de las ciudades. Trump refleja mejor que nadie el momento populista. La victoria de un candidato tan peculiar -tan extremo, en muchos sentidos- nos habla menos de él que del estado general de su país, tras los ocho años de Obama. Quiero decir que su elección fue, sobre todo, el resultado de un acto de desesperación por parte de muchos votantes que, por un lado, sentían una enorme repulsa por el legado de los demócratas y, por otro, percibían a los restantes candidatos de este partido como demasiado "civilizados" para hacer frente al discurso ideológico de la izquierda. Porque la cuestión era -y es- ideológica, y responde a unas transformaciones muy profundas en la estructura económica y social de las naciones: la globalización ha desertificado industrialmente amplias zonas de los Estados Unidos -el ejemplo más conocido sería Detroit-, además de erosionar la calidad del trabajo. Hay empleo, pero de baja calidad y sujeto a una competencia atroz; por ello, los salarios no suben ni subirán en mucho tiempo. Trump supo detectar este malestar, relacionándolo con la corrección política de los demócratas y de una izquierda empeñada en llevar a cabo una agenda -feminista, abortista, ecologista?- que muchos votantes de clase trabajadora ven muy alejada de sus preocupaciones inmediatas.

La renacionalización de la soberanía es la misma apuesta que se ha llevado a cabo en el Reino Unido con el Brexit. "No aceptamos -dijeron los británicos- que la burocracia europea, una construcción de la elite, determine nuestras prioridades". En ese movimiento pendular, el discurso agreste de Trump fue idéntico: América primero, el mundo después. Y, en lo que concierne al frente interno, sus resultados no son malos: la economía crece, se sigue creando empleo y la bolsa cotiza en máximos. El espectáculo mediático le permite disparar en múltiples direcciones y plantear un sinfín de batallas, algunas de las cuales gana y otras pierde, pero agrada a su electorado y desorienta a los adversarios, que todavía no saben cómo interpretar tanta hiperactividad.

Aún es pronto para saber cuál será el impacto de la presidencia de Trump en los Estados Unidos. Hay demasiados factores en juego, aunque ya apuntan algunas tendencias. La primera es que su política internacional peca del orgullo habitual en las potencias que creen que van a salir indemnes de las equivocaciones que comentan, aun cuando la experiencia histórica nos enseña lo contrario. Y, en un mundo globalizado, el primer error pasa por suponer que se pueden tomar decisiones de forma aislada, sin tener en cuenta la opinión de sus aliados. La segunda tendencia nos habla de un conflicto cultural entre la América ideológicamente liberal, que se ha beneficiado de la globalización, y la América conservadora, que sufre en primera persona la pérdida de poder adquisitivo de la clase trabajadora y que se sintió ridiculizada por la agenda de valores que impuso Obama. La tercera tendencia, en definitiva, subraya que la polémica continua sirve como cortina de humo para distraer la atención de otros problemas que pueden afectar directamente a Trump: su posible vinculación oculta con Rusia, por ejemplo. Un rumor que no cesa de crecer.

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