Diario de Mallorca

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Leo en este diario que el Ajuntament de Palma o, mejor dicho, su departamento de la Función Pública y Gobierno Interior -que es el rimbombante nombre que recibe el organismo encargado de estas cosas- ha eliminado el nombre del entonces presidente Jaume Matas de la placa que conmemora la inauguración del Parc de Sa Riera. Según parece, la iniciativa se debe a la denuncia hecha por una vecina hace años, coincidiendo, imagino, con la época en que el expresidente del Govern comenzó su calvario judicial. Lo cierto es que la queja de la vecina no sólo me parece bien sino que sugiero que se haga extensiva a todas y cada una de las placas que suelen instalarse cada vez que una obra pública de esas características se estrena. Siempre me parecieron unas galas prescindibles las de indicar quién era la autoridad competente en esos tiempos, o las autoridades porque, en ocasiones, es más de una la que busca la gloria apuntándose a la nómina de inauguradores. Y la razón de que piense así obedece a que a las pocas décadas el nombre del presidente, alcalde o lo que sea se ha vuelto ya pura referencia vacía. La memoria ciudadana es tirando a breve salvo en casos como el que nos ocupa, en los que lo mejor para el prohombre caído en desgracia sería que se le olvidase.

Más allá de la retahíla de autoridades que pasan por su cargo sin que quede huella alguna memorable, recordar a quiénes fueron los artífices de acontecimientos sonados de nuestra historia particular es importante. Hay que tener presentes a los que labraron los meandros ciudadanos y nacionales tanto para bien como para mal. En particular a los que causaron más daño. De ahí que me parezca una decisión equivocada borrar el nombre de quienes nos avergüenzan; lo suyo es acordarse de lo que hicieron aunque sólo sea para evitar que esos episodios se repitan.

Creo que fue una equivocación de altura, por ejemplo, eliminar todas las referencias al dictador más reciente, el general Franco. Una cosa es que se quiten de las calles la multitud de guerreros y políticos que se subieron a su carro triunfal aunque, por cierto, tampoco tiene demasiado sentido dar un giro ideológico al callejero. Lo suyo sería que los vecinos tuviesen como nombre de su calle un monte, un río, un cabo o, todo lo más, algún que otro literato, científico, músico, pintor o ensayista. Los alcaldes y, como no, los obispos, frailes y monjas, sobran. Pero con figuras al estilo de Franco resulta de una ingenuidad pasmosa el creer que se puede dar la vuelta a la Historia por la vía de quitar las estatuas. Somos lo que somos a causa de los golpes que labraron nuestra forma de ser.

Como es natural, va un abismo desde el dictador a los protagonistas de los casos de corrupción. Así que, para no tener que entrar en detalles acerca de dónde se pone la frontera de la ignominia, ¿por qué no dejamos todas las placas huérfanas de nombres propios?

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