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Daniel Capó

La trampa de las emociones

La política española tiende hacia una excesiva sentimentalización moral que resulta preocupante. Así hemos convertido la Constitución en la responsable de todos nuestros males

La semana pasada, Francina Armengol afirmó que el inmovilismo a la hora de afrontar la reforma constitucional habría dado alas al populismo, alimentando la crisis territorial y un sentimiento generalizado de desconexión. Se trata de una opinión que muchos ciudadanos comparten y que merece algún comentario. En primer lugar, porque el tercerismo -con el que personalmente simpatizo- parte de una intuición elemental, pero indemostrable de entrada. En realidad, más allá de las apelaciones al diálogo, nadie sabe si la evolución política en España habría sido muy distinta con mayores dosis de flexibilidad. De hecho, cabe pensar que hubiera sido similar: en primer lugar, porque el populismo, el malestar territorial y la desconexión generacional son problemas que comparte la inmensa mayoría de naciones europeas, sin que en ellas haya mediado una crisis constitucional. En segundo, porque acusar de rigidez a la Carta Magna forma parte del mismo menú populista que Armengol criticaba en su discurso. Una constitución no está para acompasarse a los deseos de la sociedad, sino para establecer las normas de funcionamiento democrático y garantizar los derechos. Quiero decir que no le compete a la Constitución el responder a cada uno de los problemas de un país y que esa exigencia, además de poco realista, politiza en exceso un campo de la democracia que debería preservarse de la pugna partidista. Lo cual no excluye, por supuesto, que una constitución pueda y deba cambiar cuando una mayoría social consolidada en el tiempo así lo reclame. Pero debe tratarse de la excepción y no de la norma.

En general, sospecho que la política española tiende hacia una excesiva sentimentalización moral que resulta corrosiva para la democracia. Sentimentalizamos las lenguas, los símbolos, la geografía, las políticas, las leyes, las sentencias y, por supuesto, el discurso público. Y al hablar de rigidez o de inmovilismo corremos el riesgo de demonizar al adversario, mientras que reivindicar el diálogo o la flexibilidad nos convierte en abanderados de la corrección política. Como suele repetir el sabio Gregorio Luri, lo propio de nuestra época es situarse a favor de todo lo bueno y en contra de todo lo malo, aunque seguramente siempre haya sido siempre así. Pero lo crucial en este debate, como en cualquier otra disputa política, consiste en aislarse del ruido y discernir entre lo objetivo y lo subjetivo. En el fondo, una democracia laica sería eso: dar prioridad a la razón por encima de las emociones, los intereses y las ideologías.

El abuso de la sentimentalidad ha buscado convertir la Constitución en un chivo expiatorio al que achacar nuestros males: ya sea por su pretendida baja calidad, ya sea por el conflicto territorial, ya sea por el artículo 155. Nada de eso es del todo cierto. Si España no alcanza los estándares democráticos de nuestros socios -algo que dudo-, no se debe desde luego a una interpretación rígida de la Carta Magna, sino que es el resultado de un trasfondo cultural determinado, de la mala selección de las elites públicas y de un despliegue legislativo e institucional que, como sucede en cualquier otro país, necesita ser enmendado por medio de la prueba y el error. Y cabe preguntarse también si la intensidad del conflicto con Cataluña ha sido la consecuencia inevitable de una mala praxis constitucional o si, por el contrario, la Constitución ha actuado como garante de la pluralidad. Y, en definitiva, cabe también considerar quién ha defendido mejor los derechos de los ciudadanos: si los partidarios de la Constitución o los que no reconocían su legitimidad.

Armengol es una política hábil y de largo recorrido, que conoce la sensibilidad nacionalista mejor que otros dirigentes de su partido. Y sabe que el momento español requiere algo más que mero inmovilismo: una tercera vía hecha de política y gestos. Pero la mayoría de nuestros problemas no son constitucionales, ni deben serlo, sino que su solución corresponde sobre todo al poder legislativo y ejecutivo. La disfuncionalidad del mercado laboral, por ejemplo, o clarificar la financiación territorial; una ley de lenguas -la solución canadiense- o la reforma profunda de la educación; el futuro de las pensiones públicas, el acceso a la vivienda o la consolidación fiscal€ La tercera vía que nos urge no es la constitucional. Al menos, no de entrada.

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